Sobre el futuro, mi bisabuela doña Josefa Carmelita Ramírez-del Valle Pérez, que vivió hasta los 98 años de edad, decía que nunca pensaba en él porque siempre llegaba muy aprisa, y que de nada servía atormentarse esperándolo, o preparándose, si al final, el porvenir se sentaba en medio de la sala rodeado de su fiel acompañante, la incertidumbre, y le dictaba las nuevas reglas del juego a todo mundo.
Caramelo –como le llamábamos de cariño– vivió en dos siglos; a la distancia, parece apenas un pedazo de la historia, pero lo suficiente como para diez vidas. Nació en lo que hoy parece un remoto 1920, cuando el país trataba de arreglarse las heridas de una revolución con acuerdos, leyes e instituciones. Vivió en Xalapa hasta los doce años, cuando su padre, un maestro rural, decidió vender su casa y su finca de Coatepec, invitado por don Gonzalo Vázquez Vela, gobernador y Secretario de Educación federal a finales del sexenio cardenista, a probar suerte en la Ciudad de México.
Con los recursos de la venta de sus propiedades y otros ahorros, la familia se hizo de una buena propiedad en la Colonia San Rafael, que entonces era considerada una de las mejores de la capital, y ahí, en una casa con una arquitectura ecléctica porfirista, de grandes ventanas verticales rodeadas de molduras francesas, Caramelo se enteró, a través de la XEW Radio, siendo una adolescente, del terremoto de 8.2 grados ocurrido en las costas de Colima y de Jalisco, del que tanto hablaba en 1985.
Como joven casadera para esos tiempos, fue testigo de la gesta expropiatoria de la industria petrolera por parte de Lázaro Cárdenas y de la solidaridad que ese gobierno mostró a los refugiados españoles. Abrazando a su primer hijo, vivió a través de los diarios la segunda guerra mundial, acudió a votar por primera vez en las elecciones de 1955 y fue testigo del rompecabezas en que se convirtió El Angel de la Independencia en el sismo de dos años después, algo que teníamos que recordarle en los últimos años de su vida aunque en la sala de su casa en la colonia Condesa, donde murió en 2008, había un cuadro con la portada de la revista Life donde se apreciaba la columna vacía, desde donde se desplomó a tierra la efigie dorada.
A mediados de los sesentas, cuando el período del llamado “desarrollo estabilizador” se agotaba y la Ciudad de México empezaba a convertirse en la urbe desordenada que es hoy, regresó al puerto de Veracruz con su marido enfermo y sufrió la angustia de saber que, contra su voluntad, su hijo, un joven profesor adjunto del Politécnico Nacional, participaba en las protestas estudiantiles del año de las Olimpiadas.
Caramelo le iba al América y a la selección nacional con una devoción comparada a la que le tenía a San Judas Tadeo y a la Virgen de Guadalupe. También votaba sistemáticamente por el PRI y sólo una vez renegó de su voto por “ese viejo pelón” de Carlos Salinas, la vez que asesinaron al candidato Luis Donaldo Colosio, a quien le lloró quizá más que a su marido.
Cuando ganó Vicente Fox, dejó de hablar a la mayor parte de la familia que estaba a favor de la alternancia y con su fiel criada Catalina, llevándose apenas lo indispensable, se instaló otra vez en la capital de la república, el epicentro de los pocos recuerdos que le quedaban. Ahí vivió los últimos años de su vida, en una casa de dos plantas de La Condesa que para esas fechas habían desocupado súbitamente unos inquilinos judíos que la rentaron por veinticinco años.
En ese vetusto edificio, fue testigo todavía de más hechos históricos, como los atentados en Nueva York, la muerte de Celia Cruz, a quien conoció y con quien tenía varias fotos abrazadas en los festivales afrocaribeños de Veracruz. Por supuesto, se enteró del iPhone y hasta pidió que le compraran uno, de la muerte del Papa Juan Pablo Segundo y de la llegada de “ese negrito simpático, que parece bailarín” a la presidencia de Estados Unidos y de su sucesor, “el güero racista” Donald Trump.
La mañana de un martes, hace hoy dos años, Caramelo no despertó más de la placidez con la que sueñan los viejos. Ya no se enteró bien a bien del triunfo de Andrés Manuel López Obrador, a quien criticaba por “su estilo venezolano” (“la chachalaca es él, que se dedica a insultar, no a proponer, y que no deja hablar a nadie, imagínate si llega a ganar algún día, Dios nos libre”) porque desde seis meses antes, su vida transcurría entre hospitales y convalecencias.
Hoy ya no puedo contarle que estamos viviendo una pandemia que ha matado oficialmente a casi 85 mil mexicanos y que el gobierno no tiene más estrategia que dedicarse a suministrar las cifras de una tragedia que en el peor escenario, nos dijeron, iba a causar “sólo” 60 mil muertes. Que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) se dedica a acompañar un proyecto político y abandona su responsabilidad de ser garante de la Constitución. Que la inseguridad ha aumentado, que siguen matando mujeres, que la gente muere de cáncer porque no hay medicinas en los hospitales y que se cumplió su vaticinio: López Obrador utiliza grandes cantidades de recursos públicos para mantener a su clientela electoral para lo único que le importa: ganar elecciones.
Que regresó la presidencia imperial, y que AMLO utiliza el poder no para unir, sino para dividir; para callar e intimidar a sus adversarios en la picota mediática mañanera, como si el único que tuviera derecho a opinar, como si el único dueño de la verdad fuera él. Que el futuro para nosotros no es tan luminoso. Que al convertirse en presente, nos sumerge en un río de incertidumbre del que tendremos que nadar a contracorriente para salvarnos y para salvar a México.
@mayraveracruz