En serio, eran tan notables alumnos, que cuando pasaba lista hacía una reverencia imperceptible al mencionar sus nombres: Sonya Garza Rapport, Irma Braña, Ana y Marylú Basave, Amira González, Hilda Esthela Treviño, Lucía Diez Piñeyro, Martha Cázares, Marcela García Machuca, Tere Bustindui, Pilar Calanda de la Lastra (qepd), Mireya Martínez, Ileana Treviño, Celina Calderón, Paty Quiroga, Lucía Díez Piñeyro, Hilda Treviño, Marylú Cortés, Manuel Yarto (qepd), Frank Durán, Carlos Lozano, José Manuel Basave, Nacho Basauri, Hernán Galindo, Joaquín Garzafox, Sergio López, Alberto Sada, Andrés Meza, Antonio Nelli, Edgardo Rezéndiz, César Vaccari, Juan José Cerón, Pepe Hernández, Roche Maes y otros de su calado y talento que ponían a prueba a quienes nos atrevíamos a treparnos en las tarimas de los profesores del Tec de Monterrey, de la hoy U-ERRE y de otras universidades.
Les platico: Ahora que acaba de nacer mi primer libro -al cual veo más como a un nieto que como a mi hijo, por aquello de los años que uno tiene- comenzaron a desfilar por mi memoria vuelta agenda, memorables momentos de esos años de cátedra en las universidades que me abrieron las puertas de sus aulas y que coincidieron con también mis años en el periódico.
Y de pronto se me ocurrió hacer un irreverente ejercicio para comparar el antes y el hoy del oficio periodístico:
Antes, le roncaba para ser reportero o chalán de uno de ellos y para tener un puesto así en los periódicos había que estudiar, algo, cualquier cosa, pero estudiar y cuando las carreras de periodismo comenzaron a salir, pues el título en cualquiera de ellas se volvía imprescindible.
Hoy, a lo mejor eso del título sigue vigente, pero para trabajar en ese oficio basta un celular que tome buenas fotos y más o menos saber cómo se escribe la lista del súper para que merced al ojo sensacionalista de un suceso, las páginas de un medio se le abran de par en par.
Antes, la ortografía era crucial si se quería escribir en un periódico. De nada o muy poco servía talonearle al trabajo de campo si no se sabía poner un acento, un punto, una coma o distinguir el uso del punto y coma.
Antes, los algoritmos sólo existían en las mentes de los astrofísicos.
Hoy, hay que andarnos cuidando de que un algoritmo periodístico no le quite la chamba a los humanos.
Antes, se tenía que saber conjugar todos los verbos.
Hoy, hay muchos que escriben cajón con “G” y no saben la diferencia abismal entre una y otra palabra.
Antes, los adjetivos eran un estorbo y el recurso de los iletrados al escribir e incluso en el decir.
Hoy, adjetivar es la mejor forma de disfrazar la supina ignorancia de quienes creen que “escribir” es solo una habilidad para sonarle al teclado de la computadora.
Antes, un editor lo era de carne y hueso, sosteniéndolo en su puesto años de preparación ortográfica, lingüística, cultural y periodística.
Hoy, la edición -sagrado rol del periodismo- está a cargo de un algoritmo que rezuma litio por todos lados y que avala y clasifica las notas por una perversa mezcla de valor informativo, comercial, interés político y relaciones públicas.
Antes, leer para quien escribía era un requisito.
Hoy, leer es casi un mito extinto.
Antes, se hacía periodismo multioficio y multifacético, pues un jefe de sección editaba, investigaba, verificaba fuentes, escribía, tomaba fotos y a veces hasta reporteaba.
Hoy, el síndrome de los equipos especiales hace que un montón de gente esté detrás de cada nota publicada o difundida.
Antes, salía uno del periódico a las dos, tres de la madrugada con el ejemplar del día bajo el brazo y antes de las 10 de esa misma mañana, ya estábamos revisando los periódicos del día en el escritorio repleto de agendas por cubrir.
Hoy, el editor descansa ya en su casa mucho antes de la madrugada.
Entonces, del romanticismo y la bohemia con la que el periodismo se ejercía en aquellos años, hemos pasado al frenesí de escrituras y lecturas sintéticas dietéticas que apenas nos rozan se desintegran en el fragor de noticias que se suceden una a la otra, arrancándole a duras penas, girones a la verdad y enraizándose perversamente en la conjura con que de pronto se convierte el oficio noticioso.
Es cierto, la estructura de nuestros lectores ha cambiado. La profundidad de un mar muchas veces sucumbe ante la superficialidad de un charco. La inmediatez le gana a lo trascendental. Lo banal y lo trivial a lo trascendental.
Creo que los medios de comunicación somos responsables de muchas de las omisiones y excesos de nuestros gobernantes.
Cuando al omiso se le exige, su falta de respuesta es exhibida en el aparador de nuestro oficio.
Algo muy parecido sucede con los excesos y en los dos casos, ese contrapeso se vuelve un fiel de la balanza.
Como nunca, hoy los medios somos depositarios de la inquietud, los desánimos y desalientos que a buena parte de la población se le aparecen todos los días.
El rol nuestro es prestarle el altavoz a quienes tienen una propuesta y son rechazados, ignorados o no escuchados.
El reto es buscar trascender, más que impactar, y para lo segundo se necesitan gramos, mientras que para lo primero, toneladas.
CAJÓN DE SASTRE
“Y si los medios no cumplen con este cometido ¿quién le entra?”, pregunta la irreverente de mi Gaby.
placido.garza@gmail.com
PLÁCIDO GARZA. Nominado a los Premios 2019 “Maria Moors Cabot” de la Universidad de Columbia de NY; “SIP, Sociedad Interamericana de Prensa” y “Nacional de Periodismo”. Desarrolló la primera plataforma BigData de México, para procesar y analizar altísimos volúmenes de datos en segundos. Miembro de los Consejos de Administración de varias corporaciones transnacionales. Exporta información a empresas y gobiernos de varios países, que es utilizada para tomar decisiones y convertirla en inteligencia. Escribe diariamente su columna “IRREVERENTE” para prensa y TV en más de 50 medios nacionales y extranjeros. Maestro en el Tecnológico de Monterrey, la U-ERRE y universidades de Estados Unidos. Como montañista, ha conquistado las cumbres más altas de América.