“Ahora, los temblores del 19 y el 20 de septiembre nos han redescubierto un pueblo que parecía oculto por los fracasos de los últimos años y por la erosión moral de nuestras élites. Un pueblo paciente, pobre, solidario, tenaz, realmente democrático y sabio”.
Octavio Paz
Cuarenta años. Cuatro décadas desde que la tierra, en un arrebato de furia, abrió sus fauces y devoró a México. El 19 de septiembre de 1985 no fue solo un terremoto; fue una herida abierta en el corazón de la nación, una cicatriz imborrable grabada a sangre y fuego en nuestra memoria colectiva.
A las 7:19 de la mañana, el cielo se desplomó sobre nosotros. Un sismo de 8.1 grados, una bofetada brutal que nos arrancó de la placidez de la rutina y nos arrojó al abismo del caos. La ciudad, antes un mosaico vibrante de vida, se convirtió en un campo de batalla donde la muerte campaba a sus anchas.
Los edificios, otrora símbolos de progreso y seguridad, se transformaron en ataúdes de concreto. Se desplomaron como gigantes heridos, vomitando polvo y escombros sobre las calles. El Centro Médico, un templo de la sanación, se convirtió en un osario donde médicos y pacientes yacían abrazados por la muerte. El edificio Nuevo León, en Tlatelolco, un coloso de concreto, se derrumbó como un castillo de naipes, sepultando a sus habitantes en un laberinto de acero retorcido.
El silencio que siguió al temblor fue un grito mudo, un vacío que resonaba en lo más profundo de nuestras almas. Un silencio roto solo por los lamentos de los heridos, los sollozos de los afligidos, el ulular de las sirenas que anunciaban la llegada de la muerte.
La ciudad, antes un torrente de vida, se había convertido en un río de lágrimas. Las calles, antes arterias de movimiento, se transformaron en laberintos de escombros.
El gobierno, como un barco a la deriva en medio de la tormenta, tardó en reaccionar. Pero el pueblo, como un gigante dormido, despertó de su letargo y se alzó para enfrentar la adversidad.
Vecinos ayudando a vecinos, extraños trabajando codo a codo, jóvenes arriesgando sus vidas para rescatar a los atrapados. Los Topos, esos ángeles entre el polvo, se convirtieron en la encarnación de la esperanza. Con sus manos desnudas y su corazón valiente, penetraron las entrañas de la tierra buscando una señal de vida en medio de la desolación.
Cada rescate era un milagro, una luz que brillaba en la oscuridad. Un niño sacado de entre los escombros después de horas de búsqueda, una anciana encontrada con vida en el hueco de una escalera, un grupo de trabajadores rescatados de un edificio colapsado. Cada vida salvada era una victoria contra la muerte, una prueba de que el espíritu humano es indestructible.
Pero también hubo historias de dolor y pérdida que nos desgarraron el alma. Familias enteras borradas del mapa, niños que quedaron huérfanos, padres que perdieron a sus hijos. El dolor era un manto oscuro que cubría la ciudad, la tristeza una sombra que se alargaba sobre nuestras vidas.
El terremoto de 1985 no solo destruyó edificios; también destruyó sueños, esperanzas, vidas. Nos arrebató la inocencia, nos enfrentó a nuestra fragilidad, nos recordó que la vida es un soplo.
Y también nos enseñó la fuerza de la solidaridad, la importancia de la resiliencia, el poder de la esperanza. Nos demostró que, incluso en los momentos más oscuros, la luz del amor puede brillar. Y que, juntos, podemos reconstruir lo que se ha perdido, sanar las heridas y seguir adelante.
Hoy, al conmemorar el cuadragésimo aniversario del terremoto de 1985, recordamos a las víctimas, honramos a los héroes, celebramos a los sobrevivientes. Y renovamos nuestro compromiso por construir un México más fuerte, más preparado y más solidario.