Por donde se le mire, la detención del exalcalde de Ahome, Gerardo Vargas Landeros, tiene todas las señales de ser un acto de fuerza más que de justicia. Aun si hubiera elementos que sustenten un proceso legal, lo sucedido el pasado viernes se acerca más a una escenificación de poder que a una actuación legítima del Estado de derecho.

Francisco Javier Villarreal, presidente de la Federación de Abogados de Sinaloa, lo resumió sin rodeos: “estamos ante un atropello a los derechos humanos y una violación flagrante a la Constitución”. ¿Cómo puede calificarse de otro modo cuando se ejecuta una orden judicial ignorando una constancia médica y un amparo federal vigente? ¿De cuándo acá un juez de primera instancia está por encima del criterio de una autoridad federal?

Las imágenes y testimonios de la detención lo confirman: elementos de la UNESA, a punta de pistola, interceptaron a Vargas Landeros fuera de su domicilio y lo trasladaron a Culiacán minutos después de salir de una intervención médica. ¿Era necesario ese despliegue? ¿Representaba el exalcalde un riesgo de fuga o un peligro inminente? La respuesta parece más política que jurídica.

El juez de control le otorgó 144 horas para definir su situación legal por el presunto delito de abuso de autoridad, relacionado con el arrendamiento de patrullas por 171 millones de pesos. El proceso puede y debe seguir su curso. Pero el cómo importa tanto como el qué. Y en este caso, el cómo huele a revancha, a vendetta disfrazada de legalidad.

“No es casualidad”, escribió Vargas Landeros en un comunicado. Y tiene razón. Porque su caso no es el primero. Se suma a los de Guillermo El QuímicoBenítez y Jesús Estrada Ferreiro. Tres alcaldes morenistas, tres procesos judiciales, tres caídas políticas, todas durante el mismo sexenio estatal. ¿Coincidencia?

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A estas alturas, no se trata de defender inocencias ni de absolver responsabilidades. Se trata de exigir que el poder judicial actúe con apego a la ley, sin tintes partidistas ni montajes espectaculares. Se trata de evitar que el Estado utilice la justicia como garrote para golpear adversarios, incluso dentro del mismo partido.

Porque si los derechos humanos pueden ser ignorados con esta facilidad para un exalcalde con fuero desaforado, ¿qué queda para los ciudadanos comunes? La señal es grave. La justicia no puede ser instrumento del poder. Debe ser su límite. Su contención. Su guía.

Y cuando esa guía se tuerce, lo que sigue es una pendiente muy peligrosa. Una donde no hay justicia, sino escarmiento. Una donde no hay instituciones, sino castigos. Y eso, más allá del caso Vargas Landeros, debería preocuparnos a todos.