En los años noventa, y en la primera década de este milenio, eran frecuentes las discusiones sobre los rasgos característicos de las generaciones, y las diferencias entre ellas. La pertenencia a la generación de los builders, los boomers (los verdaderos), la Gen -X y la contracultura hippie, eran interesantes porque dotaban de sentido ciertas actitudes, preferencias (desde estéticas hasta políticas) y en general, una cosmovisión que permitía distinguir entre puntos conciliables e irreconciliables en la familia, el mercado de trabajo, etcétera.
Actualmente, el encuadre generacional no ha desaparecido en la narrativa de prensa y de contenidos en la red (ese vulgar sustituto de lo que era el periodismo y la literatura, que nos llena de información innecesaria y agota nuestro cerebro con estímulos chabacanos); de hecho, cada día hay un sinnúmero de “entradas” que hablan sobre los millenials y la Gen-Z, así como los subgrupos de unos y otra, como los nómadas digitales, los dinkis (doble ingreso sin hijos), pero normalmente son crónicas bastante superfluas. Por un lado, están los lloriqueos con megáfono (de que los viejos les dejaron un planeta caro y caliente), y por otro los ejercicios que se quedan a la mitad entre la especulación filosófica y el estudio de mercado (que si unos prefieren ser unos perdedores que usan apps, y otros que prefieren fracasar presencialmente, que si unos gastan el dinero que no tienen para comprar porquerías por Amazon, y otros en tiendas físicas).
Creo que el estudio generacional es interesante y útil, porque de la comprensión de las diferencias pueden salir acuerdos apremiantes, que de otra manera van a redundar en perjuicios para todos. Las razones de esto son demográficas, ambientales, y de prospectiva laboral, y no mucha gente se ha dado por notificada de ninguna de ellas, ni viejos ni jóvenes.
No sorprende que los políticos mayores de 70 años, que siguen en posiciones de poder en casi todo el mundo, estén obsesionados con el carbón, el petróleo, los automóviles de gasolina y la minería, porque a ellos ya no les tocarán las consecuencias del día cero. Ellos ni se acabaron el agua lavando sus carros con manguera ni deforestaron el mundo para hacer sus muebles. De hecho, las personas de esa generación suelen vivir en una realidad bien curiosa, donde hicieron todo bien, levantaron al país y a sus familias, no se andaban con estupideces como tratarse sus enfermedades mentales, y critican a los que tienen más de treinta y no se han comprado una casa. Es decir, creen que nos dejaron el país que les dejaron a ellos, y no las sobras, para acabar pronto. Y los que no lo vemos así, somos unos ingratos. Sale, pues.
Quienes sí sufriremos las consecuencias somos los que no hemos llegado a los 50. Quienes tenemos trabajos formales, estamos contribuyendo para pagar las pensiones de los jubilados de hoy (lo que no está mal), pero el ciclo se acaba con nosotros. Quienes deberían estar cotizando en trabajos formales a los 25 o 30 años, están inmersos en una lógica de engañosa independencia. Las corporaciones les vendieron la narrativa de que, si son contratados por proyecto, “freelanceando”, conservan su libertad, porque trabajan tres meses y luego tienen un mes “de vacaciones”. No tienen ninguna prestación laboral, no crean antigüedad, no cotizan para las pensiones suyas ni de nadie, y en 15 años, no habrá dinero para pagarle su pensión a nadie, tenga derecho o no. No pueden hacer la diferencia ni en su propia vida, menos en la vida de alguien más, y por eso se conforman con creer que están cambiando el mundo evitando palabras y censurando chistes. Es trágico.
No quiero descargar la culpa en los jóvenes, porque a ellos tampoco les sobran incentivos para hacer gran cosa. Una parte importante de profesionistas recibe como salario, los primeros cinco años saliendo de la universidad, menos de lo que pagaba de colegiatura, o si estudió en una universidad pública, menos de lo que ganan personas de su edad que trabajan en el sector de servicios, como meseros o conductores de taxi. Cuando por fin ascienden a alguna posición donde les dicen “licenciado/a”, resulta que el ingreso no les permite salir de casa de sus padres más que para cohabitar con otras personas, conocidas o desconocidas, y como las casas están fuera de toda proyección económica real, y los automóviles son un gasto corriente que tampoco les conviene pagar, ahorran para comprarse iphones y subir fotos de los viajes que hacen en su mes de desempleo. ¿Habría que decirles que se pusieran las pilas? ¿Para conseguir qué? ¿Quién se vería beneficiado si el joven freelancer decide ingresar a una oficina donde lo espera un boomer obsesionado con negarle permisos hasta para ir al baño? No está fácil, pero deberíamos platicar más de estas cosas, asumiendo, cada quién, nuestras propias vergüenzas.