La noche del 1 de noviembre, mientras el Festival de las Velas iluminaba el corazón de Uruapan, las llamas se mezclaron con el estruendo del miedo. En plena celebración, frente a miles de ciudadanos y medios, el alcalde Carlos Manzo Rodríguez cayó abatido. Su muerte no solo estremeció a Michoacán: se convirtió en un símbolo encendido del colapso político que se cierne sobre el occidente mexicano.

Manzo no era un improvisado ni un funcionario dócil. Era, por encima de todo, un alcalde insurrecto dentro del sistema, un hombre que había desafiado públicamente la narrativa del poder. Desde hacía meses, había interpelado directamente a la presidenta Claudia Sheinbaum, reclamándole con voz firme el abandono de su región, la inseguridad desbordada y la indiferencia hacia un municipio que vive bajo la sombra permanente del crimen y la extorsión.

En su último discurso grabado en múltiples celulares y ahora viral, Manzo había advertido:

“Uruapan no puede seguir siendo la tumba de los que dicen la verdad. Aquí los que gobernamos con dignidad dormimos sabiendo que puede ser la última noche”.

No fue retórica. Fue premonición

El asesinato del alcalde ocurrió en una de las zonas más monitoreadas por agencias estadounidenses, debido al control estratégico del comercio de aguacate y a los flujos de fentanilo y armas. Uruapan, punto neurálgico entre la sierra y la autopista Siglo XXI, es también un laboratorio de lo que ocurre cuando el Estado mexicano se retira y deja a su suerte a los poderes locales.

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En los últimos meses, informes de seguridad interna habían detectado una creciente fractura en los equilibrios criminales de la región. Las alianzas que sostenían la frágil paz se resquebrajaron con la llegada de nuevos grupos armados provenientes de la zona de Aguililla y Tepalcatepec. A esto se sumó el hartazgo de los productores, empresarios y comunidades purépechas, que ven en la violencia cotidiana una forma de control económico.

Carlos Manzo, en ese contexto, representaba la última figura civil que hablaba sin miedo. Denunció la colusión, rechazó las cuotas, y se negó a entregar la policía municipal a mandos estatales infiltrados. Sus críticas a Sheinbaum no eran personales: eran políticas. Acusaba al gobierno federal de haber reducido Michoacán a una estadística, y a su gobernador de ser, en sus palabras, “un burócrata del silencio”.

Su asesinato marca un punto de no retorno. La región de Uruapan entra, desde ahora, en una fase crítica de ingobernabilidad. La población percibe el mensaje: la resistencia civil no será tolerada. La estructura criminal retoma el control del territorio, mientras los niveles federal y estatal responden con la negación y la rutina de los comunicados.

Pero lo que hace de la muerte de Manzo un hecho mayor no es solo su brutalidad, sino su carga simbólica. Fue asesinado frente a los ojos del país, en medio de un acto público, en un evento cultural diseñado precisamente para mostrar “la paz recuperada”. Lo que debía ser una escenografía de orden se convirtió en el retrato exacto del caos.

A partir de ahora, cada alcalde, cada líder comunitario, cada empresario en el corredor Uruapan–Zamora sabrá que el poder local es una ruleta. Y que, en Michoacán, los hombres que dicen la verdad suelen terminar convertidos en advertencia.

La historia dirá que Carlos Manzo fue un alcalde asesinado durante una fiesta de luz. Pero quienes lo conocieron saben que fue la luz la que intentó desafiar a la oscuridad, y que esa oscuridad —más vasta que un crimen— es hoy el rostro verdadero del Estado ausente.