La visita del secretario Marco Rubio a México promete ser más que una postal diplomática. Viene cargada de gestos, de advertencias veladas, de señales que ni Washington ni Ciudad de México pueden ignorar. Y aunque se anuncia como parte de un esfuerzo por reforzar la cooperación bilateral en seguridad, el contexto es una “olla de presión”.
Rubio llega con aplausos, sí, como los que le lanzó el embajador Ronald Johnson esta semana, pero también con sombras. La filtración de una supuesta “lista” de políticos mexicanos con vínculos con el narcotráfico, que se le atribuye al propio Rubio, flota en el aire como un secreto a gritos. Y aunque nadie la ha confirmado oficialmente, sus consecuencias ya se sienten. La revocación de las visas del alcalde de Matamoros y de la gobernadora de Baja California, Marina del Pilar Ávila, no se explican fácilmente sin esa narrativa. Washington está enviando señales, y las está enviando fuerte.
Pero eso no es todo, la reciente visita de la dirigencia de Morena a La Habana, saludando al régimen cubano con elogios y abrazos, pone sal en una herida profunda: el exilio cubano en Florida, bastión político de Rubio. En privado, el senador lo ha leído como una provocación. En público, lo va a traducir en exigencias. Porque para Rubio, el gobierno de Sheinbaum no puede decir que quiere cooperación mientras estrecha la mano de un régimen que expulsó a cientos de miles de cubanos, muchos de los cuales hoy votan en su distrito.
En ese tablero complicado, un crimen reciente terminó de incendiar las cosas: el asesinato en Jalisco de un asesor colaborador de la DEA ha encendido las alarmas en Langley y en el Capitolio. No se trata de un caso más; fue un mensaje, y Rubio viene a pedir respuestas, o algo más.
En los pasillos del Senado estadounidense ya se habla de la posibilidad de presionar por la judicialización de figuras clave. Nombres como el del gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, o el de Tamaulipas, Américo Villarreal, suenan con insistencia en los briefings de seguridad. No es solo la percepción, es el ruido, es el entorno, es la sospecha ya institucionalizada. Y en el contexto de una DEA dolida, un Congreso americano dividido y una Florida en campaña permanente, Rubio no vendrá a pedir favores: vendrá a marcar líneas.
La pregunta no es qué trae Marco Rubio (léase listas, intenciones o acuerdos). La pregunta es si México está listo para recibir lo que viene después de su visita. Porque esta vez no solo se trata de cárteles y cooperación, se trata de quién está dispuesto a mirar al norte sin parpadear.
A este complicado escenario se suma un nuevo punto de tensión: la reforma judicial que promueve el gobierno entrante. En el norte, las señales han sido claras: las empresas estadounidenses observan con creciente inquietud lo que podría representar la pérdida de uno de los últimos contrapesos institucionales en México. La independencia del poder judicial, ya debilitada, enfrenta ahora una reconfiguración que ha sido profundamente cuestionada no solo por su contenido, sino por su metodología y legitimidad.
Los procesos de consulta han sido señalados como deficientes, carentes de transparencia y sin una participación real de los actores implicados. A ello se suma una esperada baja participación ciudadana, lo que resta aún más legitimidad a la iniciativa. Para Marco Rubio, este es un punto que no pasará desapercibido: la información sobre la reforma será, con alta probabilidad, uno de los temas críticos que llevará a sus encuentros en México. No sería sorpresivo que pida un replanteamiento del modelo, en nombre de la estabilidad jurídica que las inversiones norteamericanas- consideran no negociable.