Son los hijos de una tierra que nunca los abrazó, que los negó antes de darles un nombre. Desterrados de la esperanza, caminan con el alma rota, con el peso de una nación que les falló, cargando en su andar la condena de quienes se van porque quedarse significa morir. Se marchan con las manos vacías, dejando atrás hogares en ruinas, abrazos sin retorno, lágrimas que se secan en mejillas ajadas por el dolor.

Es la tragedia de quienes buscan un respiro y encuentran un mundo hostil, un lugar que no los reconoce, que los reduce a cifras, a estereotipos, a insultos. Los llaman invasores, criminales, les niegan su humanidad mientras sus manos sostienen al país que los desprecia. Los que cruzan fronteras no lo hacen por ambición, sino por sobrevivir, pero aun así son vilipendiados por aquellos que viven de su esfuerzo, por quienes comen de la cosecha de su sudor, quienes se benefician del trabajo de estas almas errantes mientras los despojan de su dignidad con palabras llenas de odio.

Ellos, los migrantes, son las primeras víctimas de una tiranía disfrazada de grandeza, de un chauvinismo arcaico que utiliza el miedo como moneda política. Los déspotas, los demagogos, construyen sus imperios sobre las espaldas de quienes no tienen más opción que huir. Amenazan con deportaciones, con destruir familias, con dinamitar hogares, y lo hacen bajo la mirada complaciente de multitudes que celebran el regreso de millones al infierno del que escaparon, como si su sufrimiento fuera un espectáculo, como si el dolor de los otros alimentara su mezquina percepción de poder.

Es humillante, patético, que quienes sostienen la economía de naciones enteras sean insultados, despojados de su humanidad, tratados como una carga por aquellos que se benefician de su trabajo. Son los que construyen, los que limpian, los que alimentan, los que cuidan, y a cambio reciben desprecio, indiferencia, palabras cargadas de odio que los señalan como culpables de una miseria que no es suya.

Y aun así, caminan. Se embarcan en una odisea plagada de peligros, de horrores, enfrentándose a lo desconocido porque saben que quedarse significa resignarse. Caminan porque aquí, en esta tierra que debería haberlos protegido, no encontraron nada más que violencia y olvido. Aquí los sueños se rompen antes de nacer, y las promesas de un futuro mejor son mentiras que se deshacen con cada nueva tragedia, con cada nuevo desaparecido.

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En el rostro de cada migrante hay una historia, una batalla, una pérdida. Hay madres que lloran hijos que nunca volverán, padres que buscan respuestas entre huesos anónimos, niños que crecen sin raíces porque sus familias fueron arrancadas de la tierra como plantas marchitas. Y hay un dolor que no cesa, un río de lágrimas que fluye sin descanso, porque no hay justicia para ellos. No hay descanso para quienes se atreven a soñar con una vida mejor.

La vida del migrante es un círculo de tragedias. Escapan de un infierno solo para enfrentarse a otro. Vuelven y vuelven, como si el destino fuera un amo cruel que insiste en devolverlos a la prisión de la que huyeron. Y mientras tanto, los tiranos celebran. Se regodean en su poder, en el miedo que han sembrado, en la megalomanía que los alimenta. Porque su vileza, su prepotencia, su capacidad de infligir sufrimiento, es políticamente rentable.

Nosotros, los que observamos, ¿qué somos? Testigos de su martirio, cómplices de su abandono, espectadores de una catástrofe que hemos aceptado como normal. ¿Dónde quedó nuestra humanidad? ¿Dónde está la fraternidad que debería unirnos? Los migrantes nos gritan con su dolor, con su sacrificio, pero nosotros callamos. Callamos porque mirar de frente ese sufrimiento es enfrentarnos a nuestra propia indiferencia, a nuestra incapacidad de ser mejores.

Que no mueran sus voces. Que no mueran sus almas. Porque si ellos, los desterrados de la esperanza, pierden la batalla por su dignidad, nosotros perderemos la batalla por nuestra humanidad. Y entonces, ¿qué quedará de nosotros, los que no supimos protegerlos, los que olvidamos que todos somos, en el fondo, hijos de la misma tierra?

Que la tinta de estas palabras, al menos, se levante como un humilde pero feroz antagonista de la saliva ponzoñosa del tirano ignoto. Que estas líneas, aunque incapaces de borrar el dolor o cambiar el curso de los ríos de lágrimas, sirvan para denunciar la vileza, para nombrar lo innombrable, para honrar a quienes caminan con el peso de un mundo que no los quiere ver. Que cada palabra sea un escudo, una chispa, una resistencia frente a la mezquindad que se alimenta del miedo. Porque si algo nos queda, es la esperanza de que no todo sea silencio, de que no toda injusticia sea impune, de que la dignidad, aunque herida, nunca muera del todo.