Mucho se ha dicho sobre las razones del descontento que llevaron a gobiernos autoritarios en el intento, casos de Trump en EU y Boris Johnson en Inglaterra, o de realización, como López Obrador en México. Alcanzaron el poder con un amplio respaldo popular. Los más afectados son los que llevaron con su voto al autócrata, una derrota autoinfligida. El descontento no es buena compañera si ha de dominar las decisiones, sucede en lo individual y en lo colectivo.
El Pew Center, de EU en fechas recientes ha divulgado un amplio y detallado estudio sobre la elección presidencial norteamericana reciente, una disección rigurosa y confiable del triunfo de Trump bit.ly/4ns4nTp. Un aspecto para destacar es que las minorías raciales fueron factor para el éxito de un movimiento que invoca la supremacía blanca. Ya en el poder de todo hay, órdenes ejecutivas que atentan contra los derechos civiles de los mismos norteamericanos en aras de expulsar a migrantes de otras razas, incluso privar de nacionalidad a los nacidos en el país de padres extranjeros, asunto que viene desde la guerra civil norteamericana y que tiene un fuerte componente racista y también de la lucha contra la esclavitud a la que tenían sometida en algunos estados a la población negra.
Un solo dato revela la importancia del voto de las minorías raciales para que Trump ganara la presidencia. En la elección que perdió ante Joe Biden, la votación adversa en el segmento hispano fue 61% a 36%; en la elección pasada hubo prácticamente empate, 51% Harris y 49% Trump. Este dato adquiere relieve si se advierte que en el voto popular nacional Trump ganó por 1.5% de los votos. El descontento con el gobierno demócrata de Biden -que no fue una mala gestión- llegó a todos y eso permitió que Trump ganara la presidencia. La ilusa seducción de hacer a EU fuerte otra vez -como si no lo fuera ahora- no tomó en cuenta que quien lo promovía lo pretendía para los suyos, no para todos. Las palabras de un juez federal propuesto por Ronald Reagan respecto a los recortes en el presupuesto de salud dicen todo: “Nunca había visto un récord donde la discriminación racial fuera tan palpable. Llevo 40 años en este cargo. Nunca había visto tanta discriminación racial por parte del gobierno”. Y no se diga de la política de la persecución policiaca a migrantes en las llamadas ciudades santuario.
En México, el arribo de López Obrador también se corresponde al patrón del descontento; sin embargo, la magnitud de su triunfo le permitió lo que para Trump es anhelo imposible: destruir al sistema democrático en un marco de amplio consenso. El respaldo popular en la elección se reprodujo a lo largo del gobierno; no hubo mayor resistencia porque desde la más elevada oficina se emprendió una persistente tarea de desmantelamiento y represión de los factores, valores y actitudes que frenan el abuso de poder. Trump tiene que gobernar dentro de estrechos márgenes de consenso, con resistencia importante de un sector de los medios de comunicación y con reacciones adversas en la economía y de los mercados financieros; López Obrador pudo arrollar porque buena parte de los factores de contención presidencial fueron alineados al proyecto autoritario.
Hay una explicación por desarrollar sobre la popularidad de López Obrador. No todo puede reducirse al efecto de las políticas distributivas clientelares a través de los programas sociales, aunque sin duda son parte importante de la explicación; los beneficiarios y su inclusión en los beneficios monetarios directos tiene un efecto electoral y en la valoración de quien gobierna, aunque se reprueben los resultados o exista evidencia sobrada de traición a la oferta electoral, como pacificar al país o acabar con la corrupción.
Personalidades como las de Trump y López Obrador son propias de la seducción autoritaria. El registro histórico lo muestra, Hitler, Mussolini, Perón, Chávez o Castro. Común en ellos es la interpelación populista y la manera de cultivar el agravio popular a través de una interpretación maniquea de la historia. Se idealiza el pasado distante y se estigmatiza el reciente. El vínculo, profunda y poderosamente emocional se recrea con el sentimiento de guerra que acompaña al proyecto político; no hay espacio para la coexistencia plural, menos para la libertad de expresión o para el escrutinio crítico del poder. El sometimiento es su condición de existencia.
La intensidad de estos procesos conlleva un ciclo de previsible evolución. Inicia con el imperio de los creyentes y de los crédulos, pasa al dominio de las burocracias militantes para concluir en la coerción, más o menos violenta, según la circunstancia. Para los más, quienes los llevaron al poder, derrota autoinfligida.