Algunos posicionamientos de política exterior del gobierno federal este sexenio han resultado afortunados, como aquellos respecto a los acuerdos de la OPEP + sobre cortes a la producción de petróleo, la demanda simbólica pero eficaz a las armadoras estadounidenses, y la sutileza con la que ha manejado la línea dura en migración mientras mantiene la narrativa de hermandad con Centroamérica. Otros, francamente, han dejado mucho que desear. Creo que las razones tienen que ver con el concepto de Estado que tiene el presidente, uno muy clásico, pero desafortunadamente superado por las circunstancias geopolíticas, al menos hace 30 años.
Veamos: el presidente ha concentrado mucho más poder que sus antecesores, al menos desde 1994, pero esto no era muy difícil, porque lo que había en el campo político era una pulverización facciosa de fuerzas, no un sano equilibrio de nada en ningún lado; solo había delirios de gerentes gobernando desde Power Point (otra vergüenza). La fragmentación del poder convirtió a México en un feudalismo de tercera, no en la meca de la democracia deliberativa. Era imposible construir sin darle “su pedazo de pastel” a los actores más inconcebibles, porque lo que sí era muy fácil era vetarlo todo.
Ahora bien, el presidente tiene una comprensión profunda de la opinión de la mayoría (a veces sensata, a veces prejuiciosa, a veces simplista, a veces sensible), y por eso tiene tanto éxito popular. No sabemos qué piense realmente sobre muchos temas, pero dice lo que la mayoría piensa, y esa identificación es lo que mantiene su aprobación muy sólida aun entrando al último año de gobierno.
Empero, todo esto tiene también desventajas:
En los hechos, hay que hablar siempre como pueblo enardecido, pero actuar fríamente, y hacerles caso a los expertos, sobre todo cuando los temas son de alta complejidad, ni modo. Y normalmente el gobierno federal lo hace. En una intervención pública hace pocos meses, el secretario de Hacienda dijo, sin ambages, que los criterios de manejo de deuda federal estaban basados en la ley de ingresos, el PIB actual y la proyección de crecimiento de PIB de las calificadoras hacia México. El primer mandatario jamás aceptaría esto último en público, pero qué bueno que lo haga, aunque no lo diga. Quiere decir que es prudente.
Sin embargo, hay un aspecto de su gobierno que siempre ha sido errático, francamente exótico: las relaciones exteriores. Da la impresión de que ni le interesa ni lo entiende, y tampoco quiso aprenderlo nunca. Se siente mejor endosándolo y dando poder absoluto en el ramo a quien lo opera para que él no tenga que verlo, como el otrora canciller, que veía hasta los temas que le correspondían a la Secretaría de Economía con Estados Unidos.
Fernando Escalante una vez dijo que conocer todos los municipios de México, no equivalía a conocer México, porque no conocía México quien no conocía Estados Unidos, pues buena parte de nuestra identidad está determinada por nuestra relación con el vecino. Por aquí va el tema.
Con lo antes expuesto, propongo hacer una lectura general de la actitud de nuestro país en relación con las presiones internacionales: la rectificación de ir a la cumbre con Biden, la urgencia por convocar a una cumbre regional sobre migración, nuestras posiciones contra Perú y Texas, y nuestra folklórica querella permanente con España “por lo de la conquista”.
El gobierno ha oscilado entre los desplantes groseros y los compromisos estructurales, y porque ha cumplido estos, ha podido también hacer aquellos: por hacer de policía migratoria de Estados Unidos, puede decir que los republicanos son fantoches; porque paga puntualmente el servicio de deuda, puede “exigir” que se le retire el bloqueo a Cuba, y así.
Empero, hay una dimensión simbólica en las relaciones internacionales que entiende el protocolo y los gestos, como acciones. En ese hielo delgado nos estamos moviendo cuando regalamos – presuntamente – petróleo a Cuba o cuando nos negamos a condenar un ataque terrorista.
Puede ser que alguien en el gobierno efectivamente no entienda la diferencia entre Palestina y Hamás, entre un conflicto armado y un ataque terrorista a civiles desarmados, o que crea que es más listo que las agencias de inteligencia estadounidenses como para hacer tratos con Cuba debajo de la mesa sin consecuencias. Pero quien así piense y actúe, está en un error. El siguiente gobierno recibirá una agenda diplomática bastante maltrecha, y si no se restaura, sus efectos comenzarán a ser cada vez más reales y menos simbólicos. Aguas ahí.