“El Ur-Fascismo puede volver todavía con las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo y apuntar con el índice sobre cada una de sus formas nuevas, cada día, en cada parte del mundo”.

Umberto Eco

Antonio Francesco Gramsci, en 1921, escribió el artículo “El pueblo de los monos”. El ideólogo, filósofo y político italiano, se refería así a la pequeña burguesía que engrosaba las filas del fascismo encabezadas por Benito Mussolini. Decía que la pequeña burguesía se movilizaba en las calles como la clase obrera, pero que era incapaz de crear su propio proyecto de clase; por lo que se alineaba a las consignas de entes extraños que la habían seducido. Justo por esa incapacidad de velar por sus propios intereses, la pequeña burguesía era incapaz de crear historia, dejando sólo una huella transitoria de sus manifestaciones callejeras.

Un año más tarde, con la “Marcha hacia Roma”, no sólo la pequeña burguesía había sido seducida, sino también importantes contingentes de obreros y campesinos; es decir, las masas habías sido manipuladas y movilizadas por Benito Mussolini. Siempre será difícil explicar el porqué las masas apoyan a un líder carismático, existen, sí, razones objetivas: la corrupción en el gobierno, la inestabilidad y la fragmentación política, la inequidad económica y la sobreexplotación del trabajo, entre otras; pero también una idea especial que exalta el orgullo colectivo sobre el análisis razonado, hasta hacer casi imposible todo tipo de cuestionamiento crítico. El dictador italiano actuó sobre la memoria colectiva e hizo concebir que era posible reconstituir una historia remota; es decir, que era factible restaurar la grandeza de los césares para volver a construir un nuevo imperio. Era necesario, en consecuencia, expandirse hacia nuevos territorios y reestablecer la hegemonía de Italia –como si fuera la misma Roma– primero, en el Mediterráneo y luego, en el mundo.

En la construcción del proyecto fascista había una idea eje: que era posible eliminar la lucha de clases con la creación de un Estado centralizado que representara los intereses de todas las clases sociales. Al posibilitar la convergencia de intereses, el Estado adquiría la potestad ética de convertirse en un árbitro supremo; bajo esa premisa, era posible conjuntar esfuerzos para crear un orden social sustentado en un mayor equilibrio entre las clases sociales. Estamos, entonces, ante un nuevo Estado cuyas decisiones se encaminaban a hacer prevalecer un balance sustantivo; por lo que requería de una máxima autoridad; esto es, sus determinaciones socialmente justas no estaban sujetas a la crítica y menos a la apelación.

La libertades individuales se tornaron incomodas y tuvieron que suprimirse: cualquier acto disonante era contrario a la hipotética convergencia de los intereses de clase que nutría la esencia ética del Estado fascista. Italia, además, tenía que recuperar su grandeza histórica, ampliar su territorio y luchar por su espacio vital; de modo que además del autoritarismo y del consenso fehaciente que le habían otorgado las clases sociales, requería de una acelerada militarización.

Decía Heráclito de Éfeso “que nadie se baña dos veces en el mismo río”, la vida fluye y la historia dista de repetirse; por eso es difícil equiparar a Trump con Mussolini. En el dictador italiano hubo creación intelectual, perversa, sí, pero la hubo; en Trump todo es apariencia. Algunos autores importantes ni siquiera se atreven a calificar al presidente de Estados Unidos como fascista. Si se toma en cuenta la encomienda que le dio a su excolaborador Elon Musk pareciera creer más en un Estado mínimo que en un Estado omnímodo fascista. Frente a esta disyuntiva, se tiene también a un personaje que no cree en el libre mercado y si en el proteccionismo. Estamos, entonces, ante un personaje hibrido, debido a que el proteccionismo tiene un cariz estatista; es decir, conlleva a que el Estado intervenga para inhibir o impedir el libre flujo de mercancías en aras de propiciar el desarrollo de una industria nacional.

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En 1995, Umberto Eco, escribió un artículo al que denominó “Ur-Fascism” (fascismo eterno) en el que describe 14 características propias del fascismo. El escritor italiano alerta que la existencia de una sola de ellas acerca a las sociedades (a la humanidad misma) a una atmosfera explosiva. Diría, también, que dichas características se encuentran estrechamente vinculadas, por lo que la existencia de una implica la existencia de las otras; por lo que la atmosfera siempre estará sujeta a una reacción en cadena.

¿Cómo pudo Trump allegarse de la mayoría de esas ideas que caracterizan al fascismo eterno? Insisto que en él no ha habido creación intelectual, por lo que debemos encontrar otras razones que lo expliquen.

“El pueblo de los monos” de Gramsci está inspirado en la lectura de un relato de la jungla de Rudyard Kipling: el de los Bandar-Log. Estos micos carentes de toda sabiduría no entienden reglas y menos respetan las reglas de los demás, lo que los hace impredecibles; también caóticos y letales, ya que siembran - voluntaria o involuntariamente - la anarquía entre las diferentes comunidades de la selva. No cuentan con un claro liderazgo, o más bien, su liderazgo es confuso, lo que provoca disputas entre ellos mismos; sin freno alguno, agreden en forma inesperada a las otras colectividades de la jungla. Se sienten diferentes a los demás aunque sólo perciban lo inmediato y se muevan más por intuición; es decir, cambian a menudo de opinión y no pueden planear razonablemente. Se creen también los dueños o los amos de la jungla, por lo que no valoran la insensatez de sus actos. Egoístas, conciben su felicidad sin pensar en los demás, pese a que ellos son los causantes de los grandes males que asolan a las comunidades de la selva. Sí, parece ser que Trump hubiera sido educado por los Bandar-Log (o gente mono en idioma hindi).

Umberto Eco concibe que el primer aspecto que define al fascismo eterno es el culto a la tradición. Al fascismo italiano poco les costó encontrar un pasado de grandeza, ahí estaba el imperio de los césares; al alemán le fue más difícil, tuvieron que construir un discurso a partir de una hipotética descendencia con una raza distintiva, la aria, que se concebía como la espécimen superior en la Edad de Bronce de la humanidad ¿cómo no inventar si hacia atrás había siglos de sometimiento y esclavitud?

Donald Trump desde 2012 adoptó el lema “haz a los Estados Unidos grande otra vez”, pero no está pensando en la grandeza de Roosevelt o en la concepciones demócratas, sobre todo de Obama, que promovían el consenso de voluntades en el orbe para abatir la pobreza, cuidar la salud o garantizar la sustentabilidad ambiental del planeta, menos en las teorías liberales que expanden el comercio mundial en beneficio de todos. Esas para el presidente del país norteamericano sólo han sido estupideces de las que han sabido sacar provecho los otros países del mundo. No, Trump más bien concibe un unilateralismo atroz, en el que Estados Unidos debe imponer su voluntad y cobrarle al mundo los saldos negativos que presentan las cuentas del país que gobierna, que sólo fueron resultado de políticas “blandengues”. La comunidad internacional, por lo tanto, está obligada a financiar su déficit fiscal.

Fíjense bien que en su narrativa los fascistas más que el discurso coherente buscan generar imágenes para exaltar el ego de las comunidades. Actúan, alterando el subconsciente por eso poco les importa la charlatanería, como los monos que haciendo a un lado su condición decadente y andrajosa, le gritan a Mowgli: ¡Somos geniales! ¡Somos libres! ¡Somos admirables!; creyéndose distintos, únicos, como si formaran parte de una comunidad superior.

El Ur-fascismo – dice Eco – es ante todo irracionalista. Hay que actuar, razonar es perder el tiempo. Naturalmente, hay un rechazo al pensamiento progresista, al ejercicio mayéutico que posibilita encontrar argumentos razonados; también hacia la cultura de la que pueden surgir conceptos críticos y contrapesos sociales que minan el ejercicio individualista del poder. Odian a las movilizaciones sociales y buscan aplastarlas; no les interesa concertar, toda oposición reflexiva se convierte en pretensión ridícula. Hay un culto hacia la acción, por la acción misma, sin importar las consecuencias. Si el mundo tiene que estallar porque así actúo que estalle, ante todo está mi voluntad. Trump admira su cerebro porque lo dotó de un buen instinto, como si fuera un depredador jurásico.

En el Ur-fascismo el supremacismo es exacerbado, Trump concibe que los migrantes latinos o afrodescendientes, sin hacer ninguna distinción, “envenenan la sangre de su país”; sin ver la viga en el ojo propio no advierte que lejos de ser impoluto, Estados Unidos es una imperio decadente, sumido cada vez más en la holgazanería, en la ignorancia, en las drogas y en la corrupción. Su mismo ascenso al poder es un símbolo inequívoco de que su gente ha dejado de pensar bien, pese a que les prometió proteger el empleo; eximirla de impuestos; castigar con aranceles a todo el orbe, incluyendo a sus socios comerciales y aliados históricos; atraer inversiones, sin importar el equilibrio en el mercado de trabajo de las demás naciones y detener el tráfico de fentanilo que afecta a millones de jóvenes de Estados Unidos.

Además no a pocos les ha entusiasmado sus expresiones expansionistas y xenofóbicas, entre ellas: convertir a Canadá en un estado más de la Unión; apropiarse de Groenlandia; detener el avance económico de China; transformar a la Franja de Gaza en un paraíso terrenal, desde luego, después de haber desterrado a los palestinos de su propia tierra; reprimir a la comunidad LGBT y, sobre todo, contener la migración y deportar a millones de personas.

El fascismo histórico –el de Mussolini y el de Hitler– luchó contra los comunistas, contra los sindicalistas, contra los socialdemócratas; le preocupaba las crecientes movilizaciones de un proletariado que estaba en ruinas después de la Gran Guerra y que quería apropiarse del Estado y de sus instituciones. El Ur-fascismo de Trump encuentra ahora su némesis en las minorías, en los migrantes, que le generan riqueza a sus campos agrícolas, a su industria de la construcción, a sus minas y a sus servicios. Inconstante, como los monos que describe Kipling, pausó las redadas en las granjas, en los hoteles y en los restaurantes; pero ahora las hace más intensas, asegurando que va a haber una deportación histórica. Se constata que la ideología sustentada en el odio y en el menosprecio racial no tiene ningún tipo de contención en una mentalidad Ur-fascista; es decir, va más allá de sus propios intereses económicos.

Después de suspender su participación en el segundo día del G7, se dice que Trump se encuentra en una sala especial; lo más probable es que cumpla con la amenaza de atacar directamente a Irán. Ese ataque sería ilegal porque requeriría de la aprobación del Congreso de su país; tampoco se podría justificar porque fue Israel quien sin previo aviso inició el conflicto bélico, violando el derecho internacional. Recuerden, en el Ur-fascismo importa más la acción que la reflexión; se privilegia la irracionalidad sobre el pensamiento crítico; no se admiten cuestionamientos, aun ante decisiones imbéciles; además, la aldea global le pertenece a los poderosos, por lo que no es admisible ningún tipo de contrapeso. Trump no es un presidente demócrata, su sueño es convertirse en dictador; como los monos de Kipling no le importa que haya puntos sin retorno: si lo digo y lo hago yo, entonces, está bien; poco le importa destruir al mundo.