La crónica de Federico Rivas Molina en El País sobre el regreso de Lula da Silva al gobierno de Brasil es ilustrativa del ocaso de un régimen populista. La izquierda y el populismo son diferentes y, en el caso de Brasil, opuestos. Al igual que AMLO, Bolsonaro apostó por Trump; esperó hasta el último para reconocer el triunfo de Biden, y la postura de su gobierno sobre la defensa del Amazonas mereció el desprecio internacional, asunto que trae al presente la devastación que ha provocado la construcción del Tren Maya.

El relevo en los gobiernos se acompaña del optimismo, en ocasiones desbordado. En Brasil es fundado y al menos hay razones: Lula ya fue presidente y el balance le es favorable, particularmente con el antecedente del gobierno populista de Bolsonaro. Rivas Molina cita, asimismo, relaciones internacionales fracturadas, el prestigio del país muy debajo de su mérito, historia y pueblo. El entusiasmo quizás sea mayor en el exterior que entre los propios brasileños; lo cierto es que el populismo, como siempre, tiene un ocaso dramático y vergonzoso. Sucedió también con Donald Trump, a quien la justicia persigue y posiblemente alcance. Desentenderse de las leyes tiene consecuencias que trascienden al ejercicio gubernamental, y vuelve más profunda la herida por la derrota, precedida por la obsesión de mantener cuotas de poder para así ganar impunidad.

Estos casos llevan pensar en qué acontecerá al concluir el gobierno de López Obrador. En varios temas la situación del país es considerablemente peor a la que deja Bolsonaro, más allá del descuido o manejo irresponsable de las relaciones internacionales. La economía en deterioro, la inseguridad pública creciente y la impunidad, además de la persistente corrupción, serán prueba de que las cosas no solo son más graves a las que existían cuando inició el gobierno, sino que la gran expectativa de cambio quedó en el cajón de las intenciones. Además Bolsonaro cuestionó al sistema electoral, AMLO lo ha alterado para mal.

Desde luego, el acento dependerá de la elección de 2024 y su desenlace, particularmente de presentarse la alternancia en el poder, aunque las cosas serían diferentes incluso si prevaleciera el partido y el o la candidata de López Obrador. Son tres los escenarios posibles: primero, el menos probable, se reproduce el triunfo de Morena en términos semejantes a 2018, con mayoría en ambas Cámaras y, en coalición con mayoría calificada, en la de Diputados y casi absoluta en el Senado, además de ganar las elecciones locales. Un nuevo líder o lideresa llegaría a la presidencia que, para ejercer su propia autoridad se desmarcaría del poderoso presidente saliente, a manera de dejar en claro quién manda y quién ganó la elección. Los gobiernos del PRI ofrecen sobrada evidencia de lo que ocurre con la alternancia cuando hay dos poderes en disputa y un déficit de legitimidad democrática, que hoy se está construyendo al anticipar tiempos de campaña y debilitar al INE, al Tribunal Electoral y al Poder Judicial Federal.

Segundo escenario y, por ahora, el más probable, gana Morena en condiciones de poder dividido, esto es, sin mayoría absoluta en las Cámaras del Congreso y la oposición prevalece en territorios relevantes, como en la Ciudad de México. En esta circunstancia, el o la nueva presidenta enfrentaría el dilema de continuar con el liderazgo autoritario y vertical heredado o conciliar postura a manera de poder transitar su propuesta en el Congreso y el nuevo mapa de poder. El mensaje de diálogo, entendimiento y eventual reconciliación sería el eje del nuevo gobierno. Habría algunos señalamientos autocríticos para ganar credibilidad y reiteración de que mantendría lo mejor del pasado, pero se revisaría lo que no estuviera funcionando.

Tercer escenario, gana la oposición. En este hay variantes, un triunfo cerrado que, en una democracia con jugadores poco avenidos a las reglas de la competencia justa, abriría la puerta a la disputa poselectoral. La definición judicial sería el preámbulo de una nueva polarización con efectos políticos inéditos, sin excluir al caos. Más razonable para el país sería un triunfo opositor convincente, aunque nunca es suficiente para los malos perdedores. El hecho es que la alternancia conduce a un camino inexorable y complicado en extremo: abatir la impunidad y, por la crisis de por medio, sensato sería desde el inicio plantear un gobierno de salvación nacional, tema a comentar en otra ocasión.