En varios temas de la vida pública hay un antes y después asociado al arribo al poder de Andrés Manuel López Obrador. Él dio inicio a un ciclo singular en el país que muchos confunden con el regreso al pasado autoritario. Es natural que así se vea: el partido hegemónico, el presidencialismo –que en su caso el hiperpresidencialismo–, la parcialidad del gobierno y la ausencia de elecciones justas. Ciertamente hay analogías, pero hoy es diferente. Existe genuino apoyo popular al régimen y ocurre en una sociedad urbana y diversa, además de una economía globalizada con acentuada dependencia del vecino al norte. Tampoco existía la amenaza de la poderosa, cruel y perniciosa criminalidad, con capacidad para disputar al Estado mexicano el monopolio de la violencia.
El futuro nos alcanzó en muchos sentidos y para enfrentarlo se ha resuelto transitar hacia la autocracia. Es decisión de la mayoría, no del pueblo. En una democracia ninguna fuerza, por abrumador que sea su respaldo tiene mandato para derribar el edificio democrático que a ella misma le permitió alcanzar el poder. Lo que sucede es que las fuerzas que invocan lo no racional –religión, supremacía racial, la clase histórica o pueblo (en abstracto)– tienen un sentido de origen no institucional y, por lo mismo, se desentienden de las reglas que les dieron espacio, pero que las limitan y eventualmente plantean el cambio de régimen, de las reglas que les dieron espacio para competir. Con la ilusa pretensión –toda dictadura parte de fantasías y premisas falsas– consideran de que llegaron para quedarse, por eso deben cambiar el régimen.
Las malas decisiones se vienen en contra. Uno de los anhelos liberales que se remontan a la Constitución de 1857 era mantener a raya a los militares. Hasta la Constitución de 1917, en medio de la guerra civil llamada Revolución, optó por reproducir tal anhelo en el nuevo texto constitucional. Más aún, los militares en el poder resolvieron que lo mejor para el país era su profesionalización y quedarse en la tarea que la historia y el sentido común les encomendaba. La izquierda siempre ha sido contraria a la idea de militarizar la seguridad pública y que las fuerzas armadas emprendan tareas más allá de las que les corresponden. Como tal, la militarización es la vena que alimenta la pulsión autoritaria a lo largo de la historia nacional. Más aún, los organismos internacionales recomiendan no desplegar a los militares en labores de policías, especialmente, por la violación a los derechos humanos.
El presidente López Obrador dio a los militares el control de la seguridad pública y después se formalizó en la Constitución, incluyendo la facultad para emprender tareas propias de los civiles como las obras públicas, la operación de infraestructura, aduanas, etcétera. Se proyectó el protagonismo de los militares, y nos ha alcanzado. Para evitar riesgos por los inevitables excesos, el presidente resolvió que los cuerpos de seguridad militarizados mantuvieran una actitud pasiva, dejando el país expuesto al avance de la criminalidad. Aun así, quedan testimonios de actuación de militares violentando los derechos humanos de presuntos criminales y hasta de civiles inocentes. También se les blindó para no rendir cuentas y preservar el fuero militar en la investigación de las faltas cometidas en el cumplimiento de sus instrucciones.
Los soldados son profesionales leales y eficaces. Como toda fuerza castrense están entrenados para aniquilar, eliminar al enemigo porque su encomienda es proteger a la patria. Por eso deben estar fuera de la política y también de la seguridad pública.
El gobierno actual está en medio de dos inercias: la de los criminales con toda la violencia que implica, incluyendo la penetración del tejido social y la política, y la de las Fuerzas Armadas que operan bajo la lógica propia de su naturaleza: aniquilar al enemigo, contrario a la visión humanista y humanitaria de la responsabilidad de los gobiernos para enfrentar a la delincuencia. No caben los abrazos o la pasividad de las fuerzas del orden frente al crecimiento del crimen y sus efectos, particularmente, ante la pérdida del monopolio legítimo de la violencia por el Estado en amplios territorios del país.
Ante la ausencia de una iniciativa civil, operada por civiles y dirigida por civiles la respuesta militarizada es la opción indeseable, pero inevitable. El régimen optó por militarizar; corresponde ahora vivir con las consecuencias de lo que se resolvió para andar en el futuro.