La salida de Gerardo Fernández Noroña de la presidencia del Senado marca el inicio de una nueva disputa política en la antesala de la LXVI Legislatura. Lo que podría ser una oportunidad histórica para impulsar el liderazgo femenino en uno de los órganos más relevantes del país, amenaza con convertirse en una simple pugna entre corrientes políticas que buscan colocar a una “propia” en el cargo. Cuatro mujeres ya levantaron la mano, tres de ellas pertenecientes a Morena, lo que nos deja claro que el oficialismo tiene la sartén por el mango. Pero, ¿eso garantiza un relevo con perspectiva de género real? Difícilmente.
Es innegable que ver a mujeres compitiendo por la presidencia del Senado representa un avance en términos de representación. Sin embargo, hay que ir más allá de las apariencias. No se trata solo de que una mujer ocupe el cargo, sino de que esa mujer represente una agenda progresista, firme y con autonomía. De lo contrario, se corre el riesgo de que la figura femenina termine siendo utilizada como una pieza más en el ajedrez del poder, sin capacidad real de influencia o decisión.
Morena, como mayoría en el Congreso, tiene la responsabilidad y la oportunidad de impulsar un perfil que garantice equilibrio, institucionalidad y contrapeso en el poder legislativo. Sin embargo, el partido ha demostrado que sus decisiones suelen estar más guiadas por la obediencia partidista que por el mérito o la trayectoria. Las tres senadoras de Morena que aspiran al cargo no están exentas de vínculos con las altas cúpulas del poder, lo que levanta legítimas dudas sobre su independencia y su disposición a ejercer una verdadera presidencia del Senado, y no simplemente fungir como operadoras del ejecutivo.
La figura que ocupe esta posición no solo presidirá debates parlamentarios: también tendrá un papel clave en la interlocución entre poderes y en la conducción de una cámara con una agenda compleja en tiempos políticos volátiles. El Senado no puede permitirse una presidencia decorativa ni una subordinada al oficialismo. En este sentido, cabe cuestionarse si las aspirantes de Morena tienen el temple, la experiencia legislativa y la voluntad política para desempeñarse con altura, o si su posible llegada responde únicamente al cálculo interno de equilibrios partidistas y de género.
La única aspirante fuera de Morena podría aportar un contrapeso saludable, aunque es poco probable que tenga el respaldo suficiente. Esto no significa que su candidatura carezca de valor; al contrario, su sola presencia en la contienda evidencia que aún hay voces disidentes que buscan visibilizar otras posturas dentro del Senado. Pero en un entorno legislativo dominado por la mayoría oficialista, este tipo de voces suelen ser ignoradas o acalladas.
En todo caso, la transición en la presidencia del Senado debería ser una oportunidad para replantear el papel de esta cámara como contrapeso del ejecutivo. pero si la elección recae nuevamente en una figura alineada al poder presidencial, será difícil esperar debates críticos, revisiones serias de políticas públicas o decisiones autónomas. El Senado corre el riesgo de seguir diluyéndose como institución fiscalizadora, convirtiéndose en una simple extensión del proyecto político dominante.
La ciudadanía debe observar con atención este proceso. El relevo en el Senado no es un tema menor. Es un síntoma de cómo se está redistribuyendo el poder en el nuevo sexenio y de qué tanto margen de acción tendrán los órganos legislativos frente a un gobierno que, como ha dejado entrever, aspira a ejercer un control más centralizado.
Que una mujer presida el Senado sería un logro simbólico, pero no debe ser un fin en sí mismo. El verdadero cambio se dará cuando esa mujer —quienquiera que sea— llegue al cargo con la convicción de servir al país, no a su partido. Solo entonces podremos hablar de una transformación legislativa con sentido democrático.
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