A una semana de la elección judicial, la desesperación de la oposición ha llegado al punto de convertir el acto más legítimo de una democracia —la participación ciudadana— en un escándalo mediático. No se trata de proteger la legalidad, se trata de proteger sus privilegios. Lo que está en juego no es un “fraude electoral”, como pretenden gritar desde las trincheras conservadoras, sino el comienzo de una nueva era en el poder judicial. Y por eso tiemblan.

Las denuncias sobre presuntos “acordeones oficiales” y “capacitación forzada” no son más que el intento de sembrar duda sobre un proceso que —aunque inédito— responde a un mandato del pueblo: acabar con el nepotismo, los privilegios, y la corrupción judicial. Ese es el verdadero centro de la coyuntura. La reforma al poder judicial es producto de una lucha histórica contra la corrupción estructural en la que han operado los juzgados del país.

¿Quién puede negar la existencia de nepotismo cuando, según la investigación “El poder familiar de la federación” publicada en 2018, más de 7 mil servidores judiciales tenían familiares en nómina? Hay jueces con hasta 17 parientes en cargos públicos, y magistrados en Querétaro y Nuevo León con 14 sobrinos en la nómina. ¿Esa es la justicia que se quiere proteger? La que responde a redes clientelares, no al pueblo.

Por eso la elección del 1 de junio es tan importante. Porque permite a la ciudadanía, por primera vez, decidir a través del voto quién ocupará cargos clave en el sistema judicial. Como afirmaba Alexis de Tocqueville en ‘La democracia en América’ (1835): “El sufragio universal […] no garantiza la sabiduría de las decisiones públicas, pero sí garantiza que las decisiones pertenezcan al pueblo.” Y eso es lo que se busca: devolverle al pueblo lo que durante décadas fue un club privado de élites jurídicas.

La oposición, sin argumentos de fondo, ha emprendido una cruzada mediática para deslegitimar el proceso. Acusan “acarreo”, “inducción del voto” y uso de oficinas públicas como si hablar de participación ciudadana fuera pecado. Pero no lo es. El deber de los funcionarios públicos es el de informar y educar a la población sobre cómo ejercer un derecho. Sobre todo en una elección como esta, inédita, sin campañas tradicionales ni partidos visibles en boletas.

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Además, fuera del horario laboral, todo funcionario es también ciudadano, con derechos político-electorales plenos. ¿O acaso se busca silenciarlos por trabajar en el gobierno? Eso sí sería un atentado a la libertad política. Como decía Hannah Arendt en ‘Sobre la revolución’ (1963): “El derecho al voto es la forma más elemental mediante la cual los ciudadanos participan en el poder. Negarlo, es negar el principio mismo de la libertad política.”

No es exclusivo del Estado de Nuevo León, pero por su naturaleza e importancia federal es muy evidente que se ha impulsado una campaña de desinformación, que busca criminalizar lo acordado por el Tribunal Electoral en cuanto a que los servidores públicos están obligados a informar, educar e incentivar la participación de los ciudadanos, mandato que generó herramientas para explicar cómo votar, fomentado una participación informada, no manipulada. Sin embargo, evidenciando a aquellos a quienes molesta que ahora el pueblo tenga voz en el poder judicial. Ese es precisamente el cambio que México eligió.

A los que hoy claman “fraude e intervención” les recordamos que esta elección no es entre partidos, es entre privilegios y justicia, y que efectivamente en una democracia tan joven como la nuestra habrá muchas cosas que corregir, sin embargo una cosa es sumar y puntualizar los desperfectos y otra muy diferente es desacreditarla porque saben que, por primera vez, no serán ellos quienes decidan, sino los ciudadanos. Por tanto, si la democracia incomoda a los que perdieron el control del poder judicial, que se acomoden. Porque el 1 de junio no se vota sólo por jueces, se vota por un país sin corrupción, sin privilegios, y con justicia de verdad.