Hace unos días platicaba con dos compañeras de la maestría sobre la importancia de leer a mujeres. Una de ellas criticaba que nuestros profesores, la mayoría abogados, poco o nada nos pedían leer a mujeres autoras, destacando una materia en la que pudimos leer, conocer e intercambiar palabras con una historiadora y periodista chilena de quien pronto les contaré.
El hecho es que el pasado 7 de abril, la UNAM firmó un convenio con la Fundación para las Letras Mexicanas que tiene como objetivo difundir la obra de Octavio Paz. Eso me recuerda a la última obra de Elena Garro, una autobiografía llamada Inés. Sus letras son afiladas al desnudar los abusos y tormentos causados por Paz. En un tono de intensidad que rebasa a la desesperación, cuenta cómo poco a poco se fue perdiendo su libertad y contacto con la realidad, atrapada en un espacio de censura a la espontaneidad y al talento.
Mientras en México seguimos endiosando a Octavio Paz, paseando su nombre por escuelas, avenidas y premios literarios, el silencio sobre Elena Garro —quien fue mucho más que su esposa— sigue retumbando como una injusticia histórica. La publicación en España de Inés, una novela inédita y desgarradora escrita por Garro en 1995, nos obliga a voltear a ver de frente una verdad incómoda: Paz no solo fue el poeta del Estado; también fue detonante de una gran maquinaria con varios engranajes que silenció, violentó y borró a una de las escritoras más brillantes del siglo XX.
Elena se retrata a sí misma como víctima de un sistema intelectual misógino, plagado de abusos disfrazados de genialidad. En sus páginas, la autora de Los recuerdos del porvenir nos cuenta la historia de una joven española violentada por un grupo de artistas, mientras intercala escenas de su propia vida junto a Octavio Paz. Un Paz que la censuró, que la maltrató, que le prohibió escribir, y que —según los diarios de la autora— incluso llegó a patear a su hija Helena. Dicen que Paz era tan celoso de la creatividad de Garro y de su talento, que encima se encargó de difundir rumores sobre ella con una violencia narrativa brutal. La pintó como espía mientras que el servía a intereses del oficialismo, sugirió que era una traidora en los espacios universitarios y que habría que cuidarse de ella. La aisló, como sucede casi siempre en las relaciones violentas.
Pero a Paz nadie lo cuestiona. Al contrario: se le canoniza.
Elena Garro, en cambio, fue señalada, exiliada, empobrecida, calumniada. El aparato de poder —político e intelectual— le armó una leyenda negra para tacharla de loca, de enemiga del Estado. La acusaron también de ser instigadora del movimiento estudiantil del 68 y luego la dejaron caer sola, mientras Paz escribía ensayos sobre la democracia mexicana desde el cómodo sillón del privilegio. Ese en el que el oficialismo lo mantuvo, consentido y muy bien financiado. ¿Quién tiene la voz, y quién paga el precio de alzarla?
Se dice que Garro no solo fue la madre del realismo mágico antes de que García Márquez pusiera ese nombre de moda. Una mujer profundamente sensible y brillante. Aunque el espacio geográfico de la novela “imaginaria” es España, también se menciona Sudamérica y subyace una búsqueda constante de un espacio familiar que no logra hallarse sino hasta el final de la novela, en la periferia, cerca de la marginación y a un costado de las colonias pobres, en donde están aquellos que no son “impecables”. La metáfora con su propia búsqueda de espacio al sentir que no cabía dentro de los lugares que transitó es tan bella como triste.
También fue periodista, dramaturga, activista, cronista de la violencia postrevolucionaria y, sobre todo, una mujer incómoda para el poder. Por eso la mandaron al exilio. Por eso su obra sigue siendo más fácil de encontrar en librerías extranjeras que en las mexicanas. Porque a Elena Garro se la quiso borrar, como a tantas mujeres brillantes que osaron desobedecer. Es sorprendente que el impulso político de Octavio Paz sea más influyente hasta en las universidades públicas que los actos de justicia histórica. Por ello, ante la decisión de la UNAM de revivir la obra de Paz, la respuesta más sensata de la comunidad de mujeres lectoras debería ser leer, compartir y socializar la historia y obra de Elena Garro.
Hoy que el feminismo nos ha enseñado a mirar más allá del pedestal, vale la pena preguntarse: ¿por qué seguimos celebrando al hombre que ayudó a callar a una de las voces más importantes de nuestra literatura? ¿Qué pasaría si, en vez de colgar retratos de Paz en las bibliotecas, leyéramos Inés? ¿Y si en lugar de premios con su nombre, repartiéramos libros de Garro en las secundarias? Creo que en vez de firmar convenios y financiar la publicidad a un agresor, la UNAM tendría que hablar del hombre que fue Octavio Paz, no sólo del autor. El hombre inseguro que construyó un legado literario sobre el silencio de la brillante mujer a la que le robó ideas, años y esperanzas.

Elena no solo merece ser rescatada de la sombra: merece ser reconocida como lo que fue —y es—: una escritora universal, una sobreviviente del poder machista y una cronista feroz de la desigualdad. No fue musa ni mártir. Fue una autora que escribió con rabia, con inteligencia y con un valor que muchos prefirieron ridiculizar.
Hoy toca leerla. Difundirla. Contarla. Porque si no lo hacemos nosotras, las mujeres que escribimos, las que leemos y las que sobrevivimos ¿quién?