Antes de descuartizar Emilia Pérez con bisturí cinematográfico, conviene pasarla primero por el tamiz de la crítica social.

Lo que ha ocurrido en torno a esta película no es un mero ejercicio de apreciación fílmica, sino el retrato perfecto del circo contemporáneo, ese donde la opinión pública es un engranaje que funciona con las reclamas de la indignación y la conformidad.

El fenómeno desatado es el enésimo caso de comportamiento gregario, efecto de arrastre y sumisión social. Un zoológico donde cada espectador se siente crítico, cada crítico se cree intelectual y cada intelectual es, en realidad, una oveja siguiendo la ruta marcada por el pastor del momento —que no suele ser intelectual—.

No se trata de cine, sino del miedo a disentir y del ridículo espectáculo de la gente adoptando opiniones con la urgencia de quien se pone un uniforme en una guerra donde ni siquiera sabe quién es el enemigo.

Para muestra, el berrinche de los críticos apantalla bobos, apantalla pendejos, que se lanzaron al vacío con la diatriba de que la película tiene una connotación colonialista, que caricaturiza la violencia en Latinoamérica, que se apropia de la narrativa mexicana con un prisma foráneo. Como si de repente hubieran descubierto que la representación en el cine no es un documental, sino un ejercicio de ficción. Pero ellos son los que se caricaturizan a sí mismos, porque su indignación no es espontánea, sino programada. ¿Dónde estaban cuando la película se proyectó en Cannes o en Morelia? ¿Por qué nadie gimoteó cuando estuvo disponible en Netflix en Estados Unidos desde hace meses? ¿Qué tecla se oprimió en la mente colmena para que, de un momento a otro, salieran en horda a denunciar un neocolonialismo cinematográfico?

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El problema no es la película, sino el teatro de marionetas que llamamos crítica. Una comparsa de opinadores de quinta que, incapaces de generar un pensamiento propio, esperan la señal de inicio para batirse en duelo contra fantasmas. Emilia Pérez no es la obra maestra del siglo ni la desgracia del cine, pero su recepción sí es una tragedia: no por lo que se dice de ella, sino por la forma en que se dice, por la predecible coreografía de la estupidez organizada.

Bienvenidos al siglo XXI, un siglo cambalache, como decía Discépolo, y por eso más porquería que todos los anteriores juntos. Un tiempo donde la inteligencia está en coma, la independencia intelectual es un crimen y la única manera de pensar es copiando el dictado del día. No hay crítica, solo eco. No hay reflexión, solo reflejo. No hay criterio, solo miedo a ser el único que no aplaude cuando cae el telón.

Dicho lo anterior, si bien parece oportunista que Audiard enfatice en problemas que realmente nos aquejan —violencia, desaparecidos, corrupción, desigualdad, miedo— tampoco creo que los vulgarice ni que abuse de ellos para sacar raja comercial. Hay quienes lo acusan de manipular la realidad para ajustarla a su discurso cinematográfico, pero yo no veo explotación cínica ni apropiación irresponsable. Estos son problemas reales, forman parte del tejido social y están plasmados en la pantalla no con el ánimo de distorsionar la verdad, sino como un reflejo de lo innegable.

Pero aquí emerge una premisa tramposa: el acto de redención ocurre en el momento en que el personaje asume su identidad femenina, lo que se presta a una interpretación peligrosa. ¿La masculinidad es sinónimo de maldad y la feminidad es la vía de la redención? Es una reducción simplona que, en última instancia, refuerza la misma lógica de género que dice cuestionar.

Esto, claro, no implica que la película deba verse como un panfleto ideológico ni que su propósito sea dictar una sentencia moral sobre el binarismo. Pero el subtexto está ahí, latente, cargado de una lectura que, para algunos, resulta disruptiva y, para otros, cae en el lugar común del consumo fácil. En tiempos donde la industria del entretenimiento juega con la identidad y la política como si fueran cartas intercambiables, el discurso vende más que la historia.

Entiendo que el musical pueda resultar disonante. El conato de imitación en el que naufraga el intento de que las protagonistas hablen como mexicanas y suenen a mexicanas puede resultar una cacofonía. Sin embargo, no es ningún insulto. Además, Zoé Saldaña derrocha virtud en su actuación. Tampoco resulta verosímil que un capo del crimen organizado se llame Manitas del Monte. No obstante, insisto: no ofende. Al contrario, yo creo el nombre fue una provocación, un guiño al humor, que también agoniza en estos tiempos de la dictadura de la imbecilidad.

Dicho todo esto, persevero en afirmar que para mí, Emilia Pérez, no es la obra maestra que algunos celebran ni la aberración que otros denuncian. No es una afrenta al cine ni al país ni a la sensibilidad mexicana. Es una película con decisiones narrativas interesantes, con una ejecución que tiene aciertos y con una carga simbólica que, en algunos puntos, cae en lugares comunes o simplificaciones peligrosas. Pero no, no es una amenaza para la dignidad nacional ni una ofensa cultural. Es un musical repleto de talento. Es arte. Y nada más.

Lo que sí resulta preocupante no es la película en sí, sino la histeria que ha generado, la sobrerreacción de un público crítico que, en lugar de analizarla con independencia de criterio, ha preferido adoptar la postura que dicta la manada del momento. Porque al final, más allá de la película en sí, lo que nos deja Emilia Pérez es la evidencia de que la estupidez organizada ha convertido al cine en un campo de batalla donde lo que menos importa es el cine mismo.