Resulta una tarea compleja definir en su totalidad a Donald Trump. Podría llamársele narcisista, vulgar, insensato, misógino, racista, irresponsable, oportunista, corrupto, mezquino y una decena más de adjetivos que se quedarían cortos frente al individuo dispuesto a hacer arder a Estados Unidos y al resto del planeta.
Parece que el actual presidente de Estados Unidos se mueve cuasi exclusivamente dirigido por una brújula marcada por un narcisismo exacerbado. Todo gira -a su juicio - en torno a él mismo. Cada decisión, dicho, estrategia, decreto o política surgida de la Oficina Oval no responde más que a una lógica personal: el engrandecimiento y glorificación del césar Donald Trump como el hombre más extraordinario que jamás ha pisado la Tierra.
Según ha trascendido, y así ha sido puesto en evidencia por algunos políticos opositores y medios de comunicación, que los vaivenes interminables de los aranceles han derivado de un intento de manipulación de las bolsas de valores, con el propósito de beneficiar a los principales empresarios estadounidenses, y desde luego, a las mismas empresas dirigidas hoy por los vástagos del mandatario.
En otras palabras, la Casa Blanca se habría convertido en un vulgar centro neurálgico de operaciones de corrupción encabezadas por el mismo presidente.
No le importan a Trump las relaciones internacionales ni la solución del conflicto en Ucrania. Y menos aun el destino de los ucranianos o de los desafortunados habitantes de la Franja de Gaza.
Lo que sí que le concierne a Trump es ser distinguido con el Premio Nobel de la Paz; pues el presidente no tolera en su interior que Barack Obama (sí, ese despreciable presidente negro que nació en Kenia y que nunca debería haber sido electo) haya recibido el galardón.
Resulta aun menos importante para Trump el bienestar de los estadounidenses ni que estén obligados a absorber el impacto del aumento de los costos de los productos chinos. Lo que sí que le importa es que su rubia figura sea enaltecida en el mundo como símbolo de la derrota de China frente a él mismo, en una suerte enfermiza y retorcida de un Reagan frente a la Unión Soviética.
Los estadounidenses sabían bien quién era Trump el pasado 5 de noviembre. El recuerdo de su primer mandato, su larga trayectoria como empresario sin escrúpulos, los sucesos del 6 de enero de 2020 en Washington, sus múltiples condenaciones en las cortes, sus tentativas de descarrilamiento de los comicios electorales y los centenares de declaraciones y textos elaborados por personas que le han conocido de cerca daban cuenta sobre cuán incapacitado y peligroso resultaría otorgarle un nuevo periodo al frente del gobierno. Lo sabían, y para vergüenza de la historia de Estados Unidos, le votaron una vez más.
Frente al caos político, económico, social y ético provocado por este huracán, la sensatez deberá regresar al pueblo estadounidense, y si es posible, arrebatarle a los republicanos las mayorías en el Congreso en las elecciones intermedias. De esta manera los Estados Unidos se dirigirían a recuperar la dignidad perdida frente a su propia historia.