Hoy 30 de marzo de 2025 los medios publican la noticia del fallecimiento del director de orquesta Enrique Bátiz Campbell (1942-2025). Músico de excelencia y hombre polémico.

Hace un año o dos quise escribir una suerte de balance del músico y la persona, cierta memoria agradable me movió a hacerlo, datos públicos y personales terribles me contuvieron. Lo haré ahora con calma.

Mientras tanto, comparto una crónica que publiqué en marzo de 1996, cuando iniciaba yo a escribir (con el seudónimo Héctor Uribe) en la sección cultural de El Universal dirigida por el amable Paco Ignacio Taibo I (Uno).

Se trata de la nota sobre una Novena Sinfonía de Beethoven (una de las obras signatura de Bátiz) que titulé “Una Novena Sinfonía incompleta”, pero que hoy, a la distancia, parece en realidad memorable; ya lo argumentaré en ese balance que trataré de establecer para la próxima semana.

Enrique Bátiz Campbell

El texto fue recolectado en mi libro De Caruso a Juan Gabriel. Una mirada de la cultura en México (UJAT/Laberinto, 2019; agotado). Bátiz celebraba con esa Novena el XXV aniversario de la Orquesta Sinfónica del Estado de México (OSEM).

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Un día, muchos años después, cuando acudí a un ensayo a casa de un reconocido pianista, vi sobre su mesa de centro un libro de lujo que reproducía notas críticas, crónicas, artículos y demás sobre Enrique Bátiz al frente de la OSEM; ahí estaba incluida mi crónica que a continuación reproduzco:

Una Novena Sinfonía incompleta

La Orquesta Sinfónica del Estado de México (OSEM) celebra en 1996 su XXV aniversario. Lo hace interpretando, entre otras obras, las nueve sinfonías de Beethoven. Los escenarios son la ciudad de Toluca y el Foro Felipe Villanueva, ubicado en el conjunto Naucalli, en Naucalpan. Centro de esparcimiento donde, a foro abierto y acondicionado con una enorme concha acústica, se repite en domingo el concierto ofrecido en Toluca el viernes.

Enrique Bátiz Campbell

El segundo programa de la temporada en curso ofreció las sinfonías extremas del compositor alemán: la primera y la última. La novena es su sinfonía más gustada, o al menos la más popular debido a su cuarto movimiento y en particular a la sencilla e inspirada melodía conocida llanamente como “Himno a la alegría”, que toma su nombre de la Oda a la alegría, de Schiller. Con el tiempo y después de muchas ejecuciones, Enrique Bátiz ha logrado una interpretación muy personal de esta obra: concentración emocional en el primer movimiento; ligereza en el segundo; emoción contenida en el tercero; vigor explosivo en el último. Todo ello con diversos matices. Sujeta, o cuando menos lo intenta, los músicos a la batuta. Desea ser la voluntad al momento de la realización, aun en detrimento de la composición en algunos instantes; establece con sus atrilistas un diálogo salpicado de múltiples mímicas, no les concede el menor relajamiento rítmico. Procura que los instrumentos tengan la flexibilidad y la capacidad de seguir la batuta ante los cambios imprevistos o caprichosos del pulso. Se agradece que no marque lo evidente, como los sonoros timbales del segundo movimiento o los chelos que presentan la popular melodía de Beethoven. Su interpretación ha sido la más redimible de entre las que se han escuchado en México en largo tiempo. Ello pese que a muchos disgusta su carácter temperamental y/o su técnica o “no técnica” de dirección orquestal que cuando se fatiga se reduce a mostrarlo como a un pajarillo recién nacido tratando de emprender el vuelo o como pequeño pato en chapoteadero.

El éxito del concierto no fue sólo a causa de Bátiz. Se debió también al timbrado y brillante sonido emanado de la orquesta, quizá la de mayor calidad sonora en nuestro país. El acierto mayor fue el coro, que reunió a voces profesionales, maduras; no de estudiantes o aficionados, como ha venido ocurriendo con las obras corales presentadas en la ciudad de México. Se anuncia como Coro de la OSEM, pero se supo que en realidad lo integraban miembros de los coros de la Ópera, Madrigalistas y del Ensamble de Solistas, todos de Bellas Artes. Dirigidos por el excelente músico Rufino Montero, brindaron con prodigalidad sus bien timbradas voces; siguieron la dirección caprichosa de Bátiz; acentuaron el texto schilleriano; sostuvieron brillantes agudos y sólidos fortíssimi; cantaronpianíssimi con soporte aéreo y graves con armónicos plenos. Pero sobre todo, estaban relajados, sin tensión, lo cual otorga coherencia al poema de la sinfonía coral. No se explica todavía cómo la Sinfónica Nacional recurrió en su pasada Novena a un coro de aficionados que con voces “blancas” e inmaduras ofrecieron una versión débil y tensa de la obra. Sacó provecho Bátiz de las voces de Bellas Artes que Diemecke no quiso o no pudo ocupar.

Como la dicha nunca es completa, la contrariedad provino en esta ocasión del cuarteto de solistas. El único a la altura fue el barítono Luis Girón, quien en la parte del bajo exhibió sus dotes vocales y su talento musical como no se recuerda en años. De la mezzosoprano, Díaz de León, mejor no hablar, la tesitura beethoveniana es ingrata para ella y difícilmente logra proyectar su voz en medio de la densidad vocal y orquestal. Armando Mora sufrió y puso a sufrir al público. Estuvo muy tirante debido al empeño de transformarse del estupendo barítono que era hace pocos años, en el imposible tenor dramático con que sueña actualmente; haría bien si rectificara la audacia –emprendida a la manera de Ramón Vinay o Carlo Bergonzi; superada por muy pocos– y regresara a su tesitura original. La soprano Violeta Dávalos ha logrado con el paso del tiempo transitar de la joven y talentosa promesa operística mexicana a los asomos de la ruina vocal. Su sonido está disperso, forzado, carente de la plenitud de armónicos que proporcionan belleza y gracia a una voz, hace embestidas fuera de línea musical; sólo con fuerza logra superar la parte. Una cantante que no hace mucho dio gratas muestras de belleza vocal y de gran talento musical y artístico, ahora manifiesta suma irregularidad. Sólo la disciplina y la inteligencia salvarán del fracaso una carrera que, como reza su currículo en el programa de mano, se vislumbraba “sumamente promisoria”. En fin, se trató de una Novena Sinfonía de Beethoven incompleta con buen director, y orquesta, barítono y coro espléndidos.

Naucalli: Sol de mediodía, cielo despejado, verdes pastos, sombra de árboles, vuelo y canto espaciado de pajarillos y, a lo lejos, el rumor de algún escape automovilístico. Atmósfera apacible, graderío pletórico, y allí en medio de todo y sobre todo, el canto coral grandioso de la última sinfonía con que Beethoven, viejo, solo, enfermo y desilusionado, se despidiera de la humanidad; con un impulso, con un deseo casi trocado en canto desesperado disfrazado de dicha: la posibilidad de, pese a toda desventura, volver a creer en ella.

12 de marzo de 1996.

Escuchemos el IV movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, con la OSEM dirigida por Enrique Bátiz; grabación posterior a la nota que comparto, según se ve en las fechas proporcionadas en la grabación: