La CDMX se encuentra atrapada entre lo absurdo, lo provocativo y lo políticamente oportunista. Mientras el país atraviesa una compleja etapa a nivel social, económico y de infraestructura, con un gobierno federal salpicado por acusaciones de crimen organizado, en la capital el debate se desvía hacia temas simbólicos que esconden luchas de poder.

Históricamente la CDMX ha sido caja de resonancia de la agenda nacional. Hoy, junto a polémicas como la gentrificación, el bando de protección a inquilinos, el paro en el poder judicial o el aumento de inseguridad, se suma el retiro de las estatuas de Ernesto CheGuevara y Fidel Castro.

Como parte del relato histórico promovido por la Cuarta Transformación, en 2018 sus figuras fueron colocadas en una banca del barrio de la Tabacalera, donde ambos vivieron antes del triunfo de la Revolución cubana. Sin embargo, bajo el argumento de que no contaban con los permisos y en respuesta a una petición vecinal, la alcaldesa de Cuauhtémoc, Alessandra Rojo de la Vega ordenó su retiro.

Un debate encendido

Más allá de permisos administrativos, este episodio simboliza la disputa entre dos proyectos políticos y su forma de narrar la historia: uno en torno a alianzas con los regímenes de Cuba, Venezuela, Rusia o Nicaragua, y otro que busca la cercanía con Estados Unidos y Europa.

No es una discusión patrimonial, sino una batalla ideológica, donde cada bando quiere imponer su panteón de héroes y villanos.

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López Obrador promovió la remoción de monumentos que no se alineaban con su narrativa, como la estatua de Cristóbal Colón e impulsó las figuras del Che, Fidel o Tlalli, una controvertida representación de la mujer indígena.

Oposición espejo

Con el cambio de gobierno en la capital y el repliegue de Morena, figuras de la oposición intentan desmantelar ese legado simbólico para instalar el suyo.

El problema es que, en este vaivén, las estatuas dejan de ser herramientas de memoria histórica para convertirse en fichas de negociación política. Rojo de la Vega justificó el retiro con una frase provocadora: “Ni el Che ni Fidel pidieron autorización para instalarse en Cuba… Y tampoco en la Tabacalera. Pero aquí sí se cumple la ley. Cuauhtémoc libre”.

Por su parte, la presidenta reaccionó solicitando al gobierno capitalino reubique las estatuas: “Más allá de estar de acuerdo o no con los personajes, tienen que ver con México”.

Incluso el embajador de Cuba en México opinó: “La verdadera Revolución no es de piedra ni bronce: es la conciencia transformada, la voluntad colectiva de luchar y construir un mundo más justo”.

Huella de un tiempo que pasó

El punto central se pierde en el debate: una estatua no es un premio, es una huella. Su presencia no significa endiosamiento ni justificación de todo lo que esa figura hizo. Representa un tiempo, una visión, una memoria. Como ocurre con el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, que se conserva no para glorificar el horror, sino para recordarlo y prevenir su repetición. O como el Museo de la Tolerancia o el Memorial del 68 en Tlatelolco en México, que exhiben hechos sin adjetivos.

El problema es que en México los monumentos han sido secuestrados por la política. Se instalan o se retiran no por reflexión histórica, sino por cálculos a corto plazo.

Ejemplo de ello, durante el sexenio de Marcelo Ebrard, en espacios emblemáticos como Paseo de la Reforma y la Plaza Tlaxcoaque y, como parte de acuerdos diplomáticos y comerciales, se instalaron monumentos a Heydar Aliyev, un exlíder autoritario que el New York Times había descrito como “general de la policía secreta rusa que por 30 años gobernó Azerbaiyán con puño de hierro”. Eso fue una negociación política, no una decisión patrimonial.

También lo ha sido el intento de reemplazar la Palma de Reforma por un ahuehuete o el impulso a Tlalli. Todo es símbolo, pero sin discusión pública real sobre lo que esos símbolos significan.

Confrontación

Por su centralidad mediática e institucional, la CDMX vuelve a ser el escenario donde estas batallas se libran. El costo lo paga la ciudadanía atrapada entre quienes ven en las estatuas una especie de culto religioso y quienes las instrumentalizan como propaganda.

La polarización convierte monumentos en tótems de confrontación: lo que para unos son íconos de justicia, para otros son fetiches del autoritarismo.

El debate pierde su verdadero valor: las estatuas deberían servir para preservar la historia, transmitir valores o advertir errores del pasado, no para consolidar posiciones políticas ni borrar al otro.

Los mensajes de un lado y de otro quedan plasmados en este nuevo episodio. Lo malo es que cada vez vamos dando entrada a más actores, a más polarización y se termina por afectar la vida cotidiana de la ciudad con temas de interés político personal. ¿Hasta dónde va topar?

X: @diaz_manuel