Cuando Andrés Manuel López Obrador tomó protesta como presidente en 2018, juró guardar y hacer guardar la Constitución. Lo juró en medio del júbilo popular que, por primera vez, encendió corazones de miles de personas que no se sentían representadas por los regímenes previos, producto de la concertación entre el PRI y el PAN.

Aún con el contexto de pactos y acuerdos entre fuerzas políticas que en algún momento fueron antagónicas, el breve espacio permitido mediante las acciones de inconstitucionalidad y las controversias constitucionales dieron un respiro para colocar a la izquierda, en aquel momento, minoritaria en el Congreso de la Unión, en el lugar de controlador y garante de derechos. La Corte obtuvo un papel clave para garantizar aspectos fundamentales como frenar la militarización, reconocer el derecho al aborto, reconocer los derechos al matrimonio gay y a la adopción homoparental. Fue más progresista que los progresistas, pero hoy estamos aquí. Traicionados. El presidente que juró respetar y hacer guardar la Constitución, la cambió a contentillo con el amor desesperado de un pueblo afligido como instrumento. El 5 de febrero se advirtió el jaque mate, el 15 de septiembre fue la estocada final.

Al observar la situación de México desde la altura de la historia, uno no puede evitar preguntarse: ¿quién está ahí para defender la esencia misma de nuestra nación cuando el propio texto constitucional parece tambalear? Nuestra Constitución, vigente desde 1917, es mucho más que un simple documento de gobierno; es el reflejo de un pacto federal, el resultado de un compromiso histórico forjado en el fuego de la Revolución mexicana. El pueblo de México —no el “pueblo electoral” sino el conjunto de una sociedad diversa y rica en historia— eligió un modelo de gobierno específico, claramente inscrito en el artículo 40: una república representativa, democrática, laica y federal.

Es aquí donde se encuentra una paradoja inquietante: cuando el Congreso, con la mayoría suficiente, aprueba reformas que alteran o amenazan la estructura de esa república, ¿quién puede, o debe, detenerse a observar si hemos cruzado un límite? En la mayoría de los casos, las normas que llegan a la Suprema Corte en una acción de inconstitucionalidad deben ser juzgadas frente a la Constitución misma, y también, gracias al artículo 1, frente a los derechos humanos garantizados en tratados internacionales. Pero, ¿qué sucede cuando las normas impugnadas son parte de la propia Constitución? ¿Cuándo el mismo Congreso utiliza el andamiaje constitucional para crear cambios que contradicen el espíritu que ese documento debía preservar?

Ante esta pregunta, la Suprema Corte debe elevarse a una posición de cuidadora última de los valores fundamentales de nuestra nación, aun cuando eso signifique revisar reformas que, en su proceso de aprobación, han seguido los pasos que la ley demanda. La deferencia hacia el órgano legislativo es, en principio, una norma de respeto hacia la representación democrática. Sin embargo, cuando una reforma se acerca a los límites de nuestra esencia como república representativa, laica y federal, la Corte debe tomar partido en nombre de la integridad de nuestro pacto federal.

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La Constitución es un acuerdo con la permanencia de la roca, pero no es un ente intocable. Su esencia debe ser resguardada de quienes, en su afán reformador, pretenden vaciarla de sus cimientos bajo el pretexto de un formalismo democrático. La legitimidad de los actos de los representantes del pueblo se sustenta en el respeto a esa esencia, y cuando ella se encuentra en riesgo, la Corte tiene el deber de intervenir.

En tiempos de convulsión política y populismo, cuando el clamor de las mayorías parece eclipsar la razón, es cuando la Corte debe convertirse en la muralla que resguarde el pacto que nos hace lo que somos. Es su responsabilidad garantizar que las reformas no destruyan la base que sustenta nuestra república y que el espíritu de 1917 no sea mancillado. La pregunta, entonces, no es si la Corte debe intervenir, sino si tendrá la valentía para hacerlo, recordando que su lealtad no es a los individuos ni a las mayorías del momento, sino a la Constitución misma, y en ella, al pueblo que la creó y que confía en que, ante cualquier embate, tendrá en la Suprema Corte una última defensa.

Hoy rezan las renuncias dignas de ministras y ministros que acatan una reforma judicial. Una que parece, ni siquiera leyeron quienes la aprobaron pues, así como se han presentado, se han criticado por la posibilidad de tener un haber del retiro establecido por ellos mismos. Entre todas las renuncias, destaco la de la ministra Ana Margarita Ríos Farjat, quien siempre digna, se ha negado al privilegio de haber sido propuesta y nombrada por el obradorismo y ha colocado la congruencia en sus valores democráticos para defender su propia autonomía.

X: @ifridaita