Heredó no solo un gobierno, sino una fe política. La Cuarta Transformación, más que un proyecto de administración pública, fue desde su origen una cruzada moral, un intento de convertir la política mexicana en un dogma con ritos y creyentes.
Andrés Manuel fue arquitecto y profeta de esa doctrina. Con un liderazgo más allá de los términos partidistas. Él no solo pedía apoyo, sino adhesión; no solo proponía políticas, sino valores. Y en ese sentido, su legado a Sheinbaum es doble: un país profundamente politizado, pero también emocionalmente agotado por la intensidad de la fe pública.
El cristianismo político de la 4T
Desde hace años escribí que AMLO encarnaba una forma de cristianismo político. No en el sentido religioso, sino en el simbólico: su discurso rescató figuras bíblicas, habló del perdón, de la redención del pueblo y del combate contra los “pecados” de la corrupción y la desigualdad.
Incorporó al aparato del Estado a sectores religiosos antes marginados: iglesias evangélicas, grupos misioneros, asociaciones de corte moralista. Incluso, en 2020, la Secretaría de Gobernación reformó su reglamento para integrar formalmente a las iglesias en programas públicos.
La separación Iglesia-Estado, piedra angular del laicismo mexicano, comenzó a diluirse.
El proceso
Nada fue accidental: fue estratégico. AMLO entendió que la moral colectiva podía ser un motor político más eficaz que cualquier estructura partidista.
Mientras los partidos se desgastaban en pugnas internas, él construyó una comunidad de creyentes. Su fe se llamó “pueblo”.
El dilema: continuar o reformar
Al recibir Sheinbaum esa maquinaria simbólica en pleno funcionamiento. El reto es monumental: Mantener el tono mesiánico que dio sentido a la 4T, o iniciar una etapa más racional, más laica, más institucional Hasta ahora, su discurso combina continuidad con distancia: habla de “consolidar el legado”, pero también de “profundizar la transformación con ciencia y humanismo”. La diferencia es sutil, pero real.
Sheinbaum parece querer sustituir el fervor por la técnica, la fe por la planeación.
Sin embargo, no basta con cambiar el tono. La estructura del poder que le fue heredado está diseñada para girar alrededor de una figura única. Morena, como partido, sigue sin mecanismos sólidos de deliberación interna.
Los liderazgos locales dependen del centro y, el pueblo, habituado a escuchar a un pastor, ahora debe aprender a dialogar con la presidenta.
La 4T sin AMLO
El fin de su sexenio no significa el final de su influencia. Como ocurre con toda figura carismática, su legado sobrevivirá a su mandato. Pero esa supervivencia puede convertirse en maldición si Sheinbaum no redefine los símbolos de la transformación.
Porque heredar el poder de AMLO implica también heredar su sombra: la narrativa del “pueblo bueno contra los enemigos”, la figura central del líder, la tensión con las instituciones autónomas, la resistencia a la crítica.
Si Claudia mantiene esa mística sin revisarla, su gobierno corre el riesgo de ser una prolongación devota del pasado. Si, en cambio, logra traducir esa fe en política pública, esa emoción colectiva en construcción institucional, podrá convertir la cruzada en República.
Un nuevo capítulo
El país que AMLO heredó a Sheinbaum tiene una identidad política poderosa, pero también polarizada. Un movimiento con fuerza social, pero débil estructura institucional. Una narrativa que, si no se transforma, podría volverse dogma.
La herencia de López Obrador no está solo en sus obras o programas, sino en el modo en que enseñó a millones de mexicanos a creer que en la política es posible la redención.
El desafío de Sheinbaum será no administrar esa fe, sino civilizarla.
Transformar la cruzada en gobierno, la devoción en diálogo, la palabra en política de Estado.
Solo entonces sabremos si la Cuarta Transformación fue un acto de fe o el comienzo de una verdadera República laica y moderna.
X: @diaz_manuel




