OPINIÓN NO PEDIDA
Durante siglos, la educación fue un privilegio, luego se volvió una obligación, una condición para ganarse la vida mejor que otros. Hoy, quizás, estamos viendo los preámbulos de su disolución. Las escuelas —esas fábricas de obediencia, esas cárceles disfrazadas de cultura, esos espacios donde se arrulla la mente para que no proteste— podrían estar viviendo sus últimos años tal como las conocemos. ¿La causa? La Inteligencia Artificial (IA). Este artículo surge de la reflexión a causa de un emotivo comentario de mi hija: “¡A tu nieto y a mi nos encanta la Inteligencia Artificial!”
Pero que nadie celebre todavía. No se trata de que la IA nos libere del sistema educativo tradicional, sino de que lo está devorando. El riesgo no es menor: podría llevarse consigo no solo los errores del viejo sistema, sino también el último bastión de la imaginación individual y del trabajo intelectual en equipo.
La escuela tradicional nació con la Revolución Industrial. No fue pensada para educar, sino para uniformar. Niños sentados en fila, campanas que imitan timbres de fábrica, horarios rígidos, castigos, materias divididas como departamentos de una empresa. El objetivo: producir obreros y empleados eficientes, no pensadores incómodos.
La crítica no es nueva. Ivan Illich lo denunció en ”La Sociedad Desescolarizada” en los años 70. Paulo Freire habló de la “Educación Bancaria”, donde el alumno solo recibe depósitos de conocimiento muerto. Y sin embargo, el sistema sobrevivió, más por inercia que por virtud.
Pero ahora entra en escena una fuerza que no pide permiso: la Inteligencia Artificial. Capaz de enseñar, evaluar, corregir, adaptarse, motivar, incluso emocionar —o al menos simular que lo hace—. La IA pone en entredicho la necesidad de edificios, pupitres, pizarras y profesores. Pronto el presupuesto nacional para la educación será mínimo.
¿Desaparición o mutación? Imaginemos un futuro cercano: cada niño con su tutor de IA personalizado pero robotizado, disponible en línea 24/7, que ajusta la dificultad de las lecciones, identifica sus talentos, recomienda lecturas, corrige su gramática y le responde con voz suave y mirada digital. Ya no hay recreo. Tampoco hay castigos. Solo hay algoritmos.



¿Es eso educación o programación? ¿Es liberación o control perfecto? La escuela podría desaparecer, sí, pero eso no garantiza que lo que venga después sea mejor. El peligro no está en la ausencia del maestro, sino en la eliminación del error, de la duda, del silencio, del aburrimiento, del juego y de la pérdida de tiempo, es decir, de lo humano.
Uno de los riesgos más profundos de esta previsible revolución educativa es el empobrecimiento de la invención individual. Si cada alumno recibe una enseñanza optimizada, guiada y asistida por un software infinitamente más capaz que él, ¿qué sentido tiene equivocarse? ¿Qué valor tiene una ocurrencia propia cuando la máquina siempre tiene la respuesta correcta?
La IA no solo resuelve problemas, también los previene. Y al hacerlo, asfixia la chispa que nace del error, del absurdo, del ensayo y el fracaso. A cambio, eso sí, podríamos ver nacer una nueva forma de inteligencia: la grupal. Equipos humanos coordinados por algoritmos, estudiantes colaborando desde diferentes partes del mundo en proyectos comunes, ideas pulidas colectivamente con la ayuda de sistemas que organizan, sintetizan, priorizan. Es la utopía del conocimiento compartido.
Pero incluso eso plantea una pregunta incómoda: ¿cuánto de esa “inteligencia colectiva” será humana y cuánto será la Inteligencia Artificial pensando por nosotros? La escuela no es solo un lugar para aprender. Es donde uno se aburre, pelea, se enamora, descubre injusticias, aprende a oponerse a la autoridad, se reconcilia con la lectura y se enfrenta al otro. El maestro no es solo quien enseña la tabla del nueve (que trabajo me dio aprenderla): es quien ve al niño, lo nombra, lo ubica en el mundo. Una IA puede adaptar el contenido, pero no puede asumir la ternura, la mirada, el gesto de aliento que anima vidas.
Una escuela sin maestros puede producir técnicos, pero no seres humanos completos. Hoy sentimos nostalgia ante la posible pérdida de rasgos humanos, pero… ¿sentirán lo mismo los hombres del futuro? ¿Y entonces? No se trata de negar la revolución que viene. Sería tan absurdo como haber querido detener la imprenta o la electricidad. Pero tampoco debemos entregarnos con fe ciega al nuevo dios digital. La educación del futuro no tiene que ser más eficiente, sino más humana. Quizás las escuelas como edificios desaparezcan, pero lo que no puede desaparecer es la comunidad, la conversación, el maestro como faro. Que la IA nos ayude, sí. Que nos sustituya, no.
Un objetivo deseable puede ser que, en un mundo cooptado por la Inteligencia Artificial, se necesite más que nunca la inteligencia emocional, ética y poética. No para competir con las máquinas, sino para seguir siendo humanos.
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