“Donde el derecho se convierte en pretexto y la justicia en retórica, el Estado de derecho se degrada en simulación.”

En México, el lenguaje jurídico se ha convertido en una máscara. Una careta técnica, revestida de solemnidad procesal, que oculta una realidad preocupante: la negación sistemática de justicia a través del uso perverso de las formas.

En lugar de ser herramienta para tutelar derechos, la jurisprudencia se cita para no resolver; las leyes se interpretan con rigidez cuando se trata del ciudadano, y con flexibilidad infinita cuando se trata de la autoridad omisa o del demandado estratégico.

Durante los últimos años he enfrentado decenas de casos en que tribunales federales y locales de Jalisco, Baja California, Coahuila, Veracruz, Tabasco, Guanajuato, Morelos, Estado de México, Puebla, Chiapas y la Ciudad de México. Se incumplen plazos legales, desoyen hechos supervenientes graves y permiten con su omisión que se perpetúe el despojo, la impunidad y el desgaste financiero del justiciable.

Justicia sin urgencia, sentencias sin contenido

El artículo 17 de la Constitución garantiza justicia pronta, completa e imparcial. Pero en la práctica, ese ideal se vuelve letra muerta cuando un tribunal colegiado tarda más de seis meses o incluso un año en dictar sentencia de revisión en un amparo que fue admitido, tramitado y reiteradamente promovido por la parte quejosa o el tercero interesado.

Me enfoco en litigio estratégico en el sector financiero, pero he tenido asuntos de despojo inmobiliario, se promueven escritos exigiendo resolución urgente. Y aún así, el expediente duerme, gira, se analiza... eternamente.

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Cuando la forma suplanta al fondo

El derecho mexicano está atrapado en una contradicción: su sofisticación técnica ha crecido, pero su capacidad de resolver lo urgente, lo humano y lo justo se ha atrofiado.

El lenguaje jurídico ha pasado de ser instrumento de claridad, a ser un velo que justifica la inacción. Algunos ejemplos comunes:

“El expediente se encuentra en análisis”. “No se acredita interés jurídico con la precisión requerida”. “No se justifica la importancia y trascendencia para atraer”. “No existe afectación directa que amerite resolución en este momento.”

Estos enunciados, repetidos sin contexto, se convierten en mecanismos de legitimación del abandono judicial. Simulan que se hace algo. Simulan legalidad. Simulan justicia. Pero solo encubren la negación activa de derechos.

La toga y el espejo: el juez, el ministro, el litigante

La Corte también es parte del problema. Y lo es no por sus resoluciones más visibles, sino por su silencio ante lo cotidiano. En muchos asuntos donde no hay “importancia y trascendencia”, simplemente se desecha sin análisis, sin sensibilidad, sin mirada humana. Como si la justicia solo valiera cuando tiene eco mediático o valor político.

En ese mismo reflejo, algunos ministros, magistrados y jueces se parapetan en el lenguaje técnico como si fuera un manto de sabiduría, cuando en realidad es un escudo de soberbia. Lo que debería ser una actitud de prudencia se transforma en arrogancia mal enfocada, desconexión con la realidad y, lamentablemente, en ocasiones, un tufo de corrupción que contamina toda decisión.

Pero el espejo no termina ahí. También hay abogados que abusan del sistema, que promueven recursos no para hacer justicia, sino para ganar tiempo, aumentar honorarios, manipular el procedimiento o desgastar al adversario.

Los códigos no sancionan el abuso del litigio como estrategia dilatoria. No hay consecuencias reales para quien convierte la justicia en negocio interminable, ni para los jueces que lo permiten bajo la excusa de “estricto apego al procedimiento”.

La ética del litigante y la ética del juzgador deben recuperar su sentido originario: servir a la verdad, al derecho, a la justicia. No al formalismo vacío. No al ego. No al cinismo profesionalizado.

De prestigio jurídico a decadencia silenciosa

México alguna vez tuvo un prestigio jurídico real: una Corte que dictaba sentencias de referencia regional, un poder judicial que formaba doctrinas sólidas y un sistema legal que inspiraba respeto incluso en foros internacionales. Hoy, ese reconocimiento se ha erosionado. El país ha dejado de ser referente y ha comenzado a ser advertencia.

La lentitud de sus tribunales, la tolerancia a la simulación procesal y la falta de sanciones efectivas afectan no solo la justicia local, sino también las relaciones comerciales, la inversión extranjera y la certidumbre jurídica que necesita cualquier economía moderna.

Las escuelas de derecho, tanto públicas como privadas, ya no forman a litigantes de escudo y espada, sino a repetidores de códigos. Muchos maestros son políticos o consultores con cátedras por relaciones, no por méritos. Se enseña teoría sin combate, procesos sin estrategia, ética sin ejemplo. La academia jurídica se ha convertido en extensión del status quo.

La tecnología, que en otras latitudes ha sido herramienta para acelerar procesos y transparentar decisiones, en México es solo una interfaz más. El expediente electrónico no corrige la voluntad de no resolver. No importa cuántas plataformas digitales se adopten, si el contenido sigue atrapado en la opacidad de acuerdos evasivos y de jueces interinos sin responsabilidad clara.

La reforma judicial que hoy se discute o implementa cambia nombres, rotula instituciones, fusiona estructuras. Pero no transforma el cómo, cuándo y dónde se imparte justicia. Y sin eso, no hay transformación, solo reorganización del mismo aparato que protege a los mismos intereses.

Una elección sin justicia

El próximo 1 de junio los mexicanos acudirán a las urnas. Y lo harán en un clima de apatía, desconfianza y expectativa mínima. Quienes están en el poder, incluso con una participación escasa, celebrarán como legítimo el resultado. Pero lo más grave no es la cantidad de votos, sino la calidad de las instituciones.

El presidente saliente, que no es abogado, impulsó una reforma judicial bajo la premisa de que “no es tan difícil ser juez”, y que cualquier joven abogado podría ocupar una magistratura. Con ello descalificó no solo al Poder Judicial, sino a la propia idea de justicia y a los abogados como profesión de alto rigor, vocación y responsabilidad.

La descalificación fue su estilo, el resentimiento su narrativa (porque la venganza no era su fuerte decía), y la simulación su estrategia. Y si el sistema judicial no se defiende con argumentos y resultados, entonces no solo pierde el equilibrio de poderes, sino también el alma de la república.

La máscara debe caer

La máscara de la injusticia mexicana debe caer. Y debe hacerlo con la fuerza de los hechos, con la valentía de las denuncias bien sustentadas, y con la voz firme de los litigantes que no estamos dispuestos a normalizar la simulación judicial.

Porque no hay reforma jurídica suficiente si no se reforma primero la conciencia, el criterio y la voluntad de quienes imparten justicia. Sin eso, todo cambia para que todo siga igual.

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Mario Sandoval, Con más de 30 años de experiencia directiva en el sector financiero.

Director general de FISAN SOFOM ENR, litigante especializado en contratos, cartera adjudicada y defensa de derechos patrimoniales y más de una década en litigio estratégico. Expresidente nacional AMFE y conferencista nacional e internacional de sector financiero, cobranza judicial y extra judicial.

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