El crepúsculo del Partido de la Revolución Democrática no es un simple accidente político; es una tragedia profundamente enraizada en las ironías de la historia. El partido que en su momento encarnó la democratización de los ideales revolucionarios de México se disuelve justo cuando el país experimenta otra transición histórica.
Este desenlace parece inevitable al cruzarse con el epílogo del movimiento que no solo capitalizó su desgaste, sino que también marcó el fin de una era que una vez prometió justicia social. El lopezobradorismo ha simbolizado, en gran medida, el cierre de ese ciclo revolucionario.
El PRD, alguna vez baluarte de la oposición y promesa de un México más democrático, terminó sirviendo como plataforma para erigir al mismo líder que más tarde le daría sepultura.
La ironía es abrumadora: el partido que impulsó la figura de Andrés Manuel López Obrador ahora yace a sus pies, víctima de un parricidio político. El PRD parió a su propio verdugo. Fue incapaz de reformarse, de despojarse de los caciques que lo asfixiaron desde dentro. Mientras otras organizaciones supieron adaptarse y mutar, el Sol Azteca se desvaneció sin nunca renacer.
La muerte de este partido no es solo la crónica de un ocaso inevitable; es también una poesía trágica, una elegía a una entidad que nunca supo romper con sus lastres. Sin embargo, el contraste entre su legado y el lopezobradorismo que ayudó a construir es claro: el PRD, con todos sus defectos, será finalmente reivindicado por la historia. Será absuelto por sus contribuciones a la apertura política de México, mientras que el movimiento de López Obrador, que nació como una crítica feroz al sistema, será juzgado por su incapacidad de trascender a la figura que lo encabeza y por restaurar una autocracia.
Hoy, los últimos perredistas velan su partido en silencio. Las grandes reivindicaciones de antaño, aquellas que alguna vez se alinearon con los principios de igualdad y justicia, se ahogan en un mar de traiciones y desilusiones. Dos senadores que, como dice la lírica de Aute, cambiaron las masas por las nalgas, contribuyeron al naufragio de ese sueño compartido. Aquellos huérfanos de partido, quienes en su momento creyeron en el PRD como un faro, ahora se ven sin refugio, mirando desconcertados un panorama que no les ofrece opciones claras.
Frente a ellos se alza un dilema que parece infranqueable: el panismo que, en sus raíces, les resulta ajeno; el priismo que simboliza un pasado que ya no desean revivir; y el oficialismo de Morena, que no representa la verdadera izquierda por la que alguna vez lucharon. No obstante, aún queda una alternativa: Movimiento Ciudadano. El partido naranja podría convertirse en el puerto natural para aquellos progresistas y socialdemócratas que se han quedado sin bandera.
El problema de esta opción radica en que Movimiento Ciudadano tiene un dueño, y ese dueño es la sombra de la infamia. Bajo la dirección de Dante Delgado Rannauro y la figura mediática de Samuel García, MC ha sido incapaz de consolidarse como una opción sin mácula. A pesar de su retórica, las controversias que rodean a sus líderes empañan cualquier esperanza de que el partido pueda representar una verdadera renovación. Si no fuera por esos lastres, Movimiento Ciudadano sería el hogar evidente para una izquierda sin rumbo.
Aun así, queda la esperanza de que los emecistas logren reorientar su mensaje y persuadir a ese sector de la población que aún cree en los ideales de la justicia social. En una coyuntura donde el sistema de partidos se diluye en la restauración de un gobierno hegemónico, se hace imprescindible un contrapeso. México tiene un electorado de izquierda, pero la pregunta persiste: ¿dónde está el partido que lo represente?
Es aquí donde entra en escena Luis Donaldo Colosio Riojas, quien en su figura encarna una promesa distinta. Su nombre resuena con el peso de una herencia histórica, pero también con la esperanza de una generación que anhela algo nuevo.
Colosio Riojas podría ser la respuesta para aquellos huérfanos de la izquierda mexicana, para quienes aún creen en la necesidad de un cambio auténtico. Si logra distanciarse de los vicios que han corroído a sus predecesores, podría convertirse en el puente entre el desencanto y la renovación.
El futuro de la izquierda en México no está escrito. Aunque el PRD desciende a las sombras del pasado, aún queda espacio para que nuevos actores tomen la estafeta. Y tal vez, solo tal vez, la historia aún no ha terminado de ser contada.