Que en tiempos de libertades en auge se engendren aberraciones autoritarias es una ironía trágica. Estos monstruos llegan enarbolando la bandera de la libertad y una vez en el poder destinan todos sus esfuerzos para dinamitar cualquier vestigio de liberalidad en su entorno. Mientras recorren las calles promocionándose van pintando los muros con máximas como la de “prohibido prohibir”. Pero una vez en el trono, lejos de la calle, amurallados, se encargan en prohibir todo aquello que no entienden, que no comprenden y que por consiguiente les hace sentir vulnerables.

El populista se aprovecha de contextos de libertad de expresión consagrada para condenar a sus adversarios; para vilipendiarlos, para injuriarlos, para calumniarlos. Los populistas siembran engañosos enconos y cosechan lealtades ciegas. Todo esto lo hacen valiéndose de los tentáculos de los medios de comunicación tradicionales y alternativos. El mentir impunemente les funciona, pues ante cualquier atisbo de refutación, opacan los argumentos con ruido.

Cuando el populismo alcanza el mando todo se convierte en bulla. ¡Muera la inteligencia! Y la sociedad, la complicidad con los medios de comunicación deviene antagonismo. Porque al líder populista nada más le valen los panegíricos, las zalamerías, las lisonjas. El primer gran enemigo imaginario de los demagogos es la crítica.

El leviatán del populismo engulle y se nutre del resentimiento y de la ignorancia de la gente. En épocas de estridencia y descontento, la demagogia se empacha y la razón se diluye en el insulto y las falacias.

Por eso los caciques se apropian de la narrativa, dictan agenda. Así consiguen mantener su popularidad mediante la manipulación de masas. Esta artimaña consiste en lograr que se les juzgue por las intenciones y no por los resultados.

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El ardid le sirve gracias a que estos dirigentes se victimizan constante y sistemáticamente. El populista se considera víctima del pasado, del presente, del futuro, de enemigos quiméricos. La excusa y el pretexto son los cimientos del discurso. La polarización uno de sus objetivos; la politización de todo acaba resultando una inevitable consecuencia.

La politización se genera, en primer término, derivado del planteamiento del falso dilema falaz de se está con el oficialismo o en su contra. Se trata de una dicotomía ficticia conformada entre buenos y malos, propios y ajenos. La fantasía binaria de la realidad nacional se va construyendo desde el poder para que se entienda sin problemas y se identifique al enemigo. Así desvían las críticas contra el gobierno. Ahora todo el disgusto va a parar a casa del vecino.

Por eso hemos visto cómo se politizaron las vacunas, el uso del cubre bocas, el proyecto de un aeropuerto, esquemas de contratación, sindicatos, plataformas digitales. Y ahora el futbol.

El 5 de marzo de este año, en el estadio Corregidora, se suscitó una batalla campal que dejó decenas de heridos, muchos de ellos de gravedad. Las imágenes no tardaron en circular y viralizarse en todas las plataformas y redes sociales. La trifulca se antojaba un pandemónium, un grotesco espectáculo de violencia y miedo. Una tragedia. Los protagonistas: los grupos de animación de los equipos que jugaban aquella negra tarde: los Gallos de Querétaro y el Atlas de Guadalajara.

La desgracia no tardó en politizarse. Unos culpaban a los neoliberales y otros al fuego de la inquina popular atizado desde el poder. La realidad es que todo indica que la culpa la tuvieron dos líderes criminales que se enfrentaron con sus bandas dentro del estadio. Todo esto valiéndose de que no había suficiente seguridad y quizás gracias al contubernio de algunos guardias. Pero en los vídeos se nota a todas luces que se trató de una emboscada, de algo planeado.

Lo alarmante de lo sucedido en Querétaro generó indignación entre la gente. Pero también mucho ruido, mucho escándalo y estrépito vacuo, banal, necio. Los arribistas de la comentocracia oficialista no dejaron pasar la oportunidad para buitrear al gobernador queretano, por opositor y por popular; dos adjetivos que le causan roña al oficialismo.

En unos minutos Mauricio Kuri tenía una espiral de impacto mediático que sabiéndola timonear podía servirle como plataforma electoral hacia el futuro. Sin embargo, Kuri González volteó hacia el otro lado; optó por darle la espalda a la politiquería. Y se puso a trabajar.

Pocas veces se había visto a un gobernador entrarle con la frente en alto y la cara al descubierto como se vio a Mauricio Kuri atendiendo el tema del ramalazo de la Corregidora.

Por eso insisto en que es absurdo atribuirle los hechos violentos al pueblo queretano. Al contrario, si algo se vio es que muchos se solidarizaron y ayudaron a fanáticos del Atlas para sortear la barbarie. Sabemos de un joven que le regaló su camiseta de los Gallos a una señorita para evitar que la atacaran; o de una familia que acogió en su palco a tapatíos que muertos de miedo no sabían a dónde huir. Y por supuesto, los resultados ahí están a la vista: el horror no quedará impune. Ya han apresado a muchos de los presuntos culpables; ya se dictaron sanciones dentro de la Liga; y el gobernador no quita el dedo del renglón. Así que por supuesto que el gobierno de Querétaro tampoco tiene la culpa. Mucho menos el futbol.

A veces las cosas no tienen nada que ver con política. Eso es todo.

Humberto Enoc Cavazos Arozqueta en Twitter: @HECavazosA