Todo lo que sigue lo he tomado del muy entretenido libro Historia de los griegos del periodista italiano Indro Montanelli. Lo dedico a dos grandes hombres, Luis Donaldo Colosio Murrieta y Andrés Manuel López Obrador, y a sus herederos —Luis Donaldo Colosio Riojas y Andrés Manuel López Beltrán—, jovenes en mi opinión honestos, pero que dañados por el mal que ataca a tantos júniors en todo el mundo no han estado a la altura de sus padres, y así han decepcionado a la sociedad mexicana que esperaba mucho más de ellos.
Pisístrato tenía eso que los franceses llaman charme, conocía el arte de aliñar los discursos sobre las materias más difíciles con anécdotas divertidas, de atraerse a los oponentes sin ofenderles, es más, fingiendo darles la razón, y exponía sus tesis con llaneza, sin engreimiento, haciéndolas comprensibles a todos. Y de estas cualidades se sirvió para llevar a cabo una obra fenomenal.
Su reforma agraria fue tal, que el Ática no tuvo necesidad de otra durante siglos. El latifundio quedó destruido y en su lugar surgió una miríada de cultivadores directos que, sintiéndose propietarios, sentíanse también ciudadanos y, como tales, interesados en el destino de la patria.
Su política fue productivística y de pleno empleo de la mano de obra, a través de grandes empresas de obras públicas que absorbieron a los desocupados e hicieron de Atenas la verdadera capital de Grecia.
Pisístrato, el hombre de hierro, era además culto y de gustos refinados. Y, en efecto una de las primeras cosas que hizo apenas llegado al poder, fue instituir una comisión para la compilación y ordenamiento de la Ilíada y de la Odisea, que Homero había dejado desparramadas en episodios fragmentarios confiados a la memoria oral del pueblo.
Fue un gran hombre. Su dictadura, presentada como la negación de la Constitución de Solón, le procuró en cambio el medio de llevar a cabo su obra y de resistir a las pruebas posteriores. El tirano supo rehuir todas las tentaciones del poder absoluto, menos una: la de dejar el cargo en herencia a sus hijos Hipias e Hiparco. El amor paternal impidióle ver con su habitual claridad que los totalitarismos no tienen herederos y que el suyo se justificaba solamente como una excepción a la democracia, para asegurar el orden y la estabilidad. Lástima.
Los grandes hombres no deberían dejar nunca viudas ni herederos. Son peligrosísimos.
Hipias no había debutado mal, después que su padre hubo sido depositado en la fosa. Era un mozalbete despierto que, a fuerza de estar junto al papá, había aprendido muchas de sus triquiñuelas, y se había apasionado por la política, a diferencia de su hermano Hiparco que, en cambio tan sólo se interesaba por el amor y la poesía, de modo que entre ambos ni siquiera había rivalidades peligrosas. Y, sin embargo, quien provocó las desventuras que condujeron a la caída de la dinastía fue precisamente Hiparco.
Probablemente este no era, en cuanto a moralidad, peor que muchos de sus coetáneos y en materia sentimental seguía sus ideas, entre las cuales figuraba la de una absoluta imparcialidad en lo que atañe a los dos sexos.
Hiparco tuvo la desgracia de tropezar con un bellísimo joven llamado Hannodio, que un tal Aristógiton —aristócrata cuarentón, influyente y celoso— consideraba propiedad suya. Este concibió la idea de desembarazarse de su rival con el puñal y, para imprimir al asesinato una etiqueta más limpia que lo hiciese popular, pensó en extenderlo también al hermano Hipias, haciéndolo así pasar por delito político en nombre de la libertad y contra la tiranía. Organizó en ese sentido una conjura con otros nobles latifundistas y, con ocasión de una fiesta, intentó el golpe, que sólo resultó bien a medias: Hiparco dejó el pellejo en él, mientras que Hipias se salvó.
Y desde aquel momento, un poco por rencor y otro poco por miedo a otros complots, el hijo y discípulo de Pisístrato, dictador liberal, indulgente e ilustrado, convirtióse en un tirano auténtico.
Los efectos de su política persecutoria no se hicieron esperar. Aristógiton, que había intentado el golpe por motivos personales y más bien sucios, y que de momento no había encontrado ningún apoyo moral en el pueblo, tardó poco, en la fantasía de la gente, indignada por los abusos de Hipias, en convertirse en un adalid de la libertad, en tanto que Harmodio adquiría la semblanza de un mártir, como si hubiese sido una muchacha inmaculada y acosada; y hasta la cortesana Lena, su amante, fue aureolada de leyenda.
El descontento del pueblo enfureció a Hipias, que a su vez enfureció al pueblo. Y cuando el divorcio entre ambos fue total, los exiliados, que mientras tanto se habían concentrado en Delfos, armaron un ejército, llamaron a los espartanos en su ayuda, y junto con estos marcharon contra Atenas. Hipias se refugió en la Acrópolis con sus seguidores. Mas, para poner a salvo sus hijitos, trató de hacerles expatriar secretamente. Los sitiadores los capturaron. Y el infeliz padre, por salvar la vida de los hijos y la suya propia, capituló y marchó voluntariamente al destierro.
Y así continúa la historia de los griegos, que nos dejan la moraleja de que los grandes hombres no deberían dejar herederos porque estos o son muy flojos o todo lo complican, o las dos cosas.