Cada vela encendida y cada par de zapatos olvidado se convierten en testimonios vivos del dolor y la resistencia. La memoria colectiva exige justicia, transformando el silencio en un clamor que no se apagará. No es solo un acto de duelo; es una advertencia: no permitiremos que la impunidad se vuelva costumbre ni que el miedo nos condene al olvido. Que esta luz rompa la oscuridad de la impunidad. Hoy recordamos, resistimos y exigimos buscar sin miedo, porque la búsqueda no es solo de los desaparecidos, sino también de la verdad y la dignidad de un país que se niega a rendirse.
El Zócalo se convirtió en el escenario de un dolor colectivo que deja claro que la tragedia ya no es una excepción, sino la norma en nuestro México. Velas, zapatos, gritos y lágrimas se entrelazaron en una manifestación que, más que rememorar a Teuchitlán, denuncia una realidad que se agrava día a día bajo la sombra de un gobierno que, en nombre de la seguridad, ha preferido pactar con la impunidad.
El homenaje en el Zócalo no fue una simple conmemoración: fue el grito desgarrador de un pueblo que se niega a aceptar la rutina de la muerte. Lo vivido en esas calles no refleja fallas aisladas, sino un sistema que ha permitido que cementerios clandestinos sean el triste reflejo de la complicidad entre el narco y un Estado que finge sorpresa ante la violencia. La inacción y el silencio de quienes deberían protegernos han convertido el sufrimiento en una moneda corriente.
Las cifras hablan con crudeza. Según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad del INEGI, en la administración actual se registran más de 30 millones de delitos al año. Durante la 4T, se han contabilizado 213,184 homicidios, mientras los homicidios dolosos y feminicidios siguen en ascenso. Estas estadísticas no son simples números: son vidas truncadas, familias destrozadas y una sociedad que se ahoga en desesperación.
El contraste entre las promesas y la cruda realidad es abismal. Mientras se prometía bienestar y seguridad, la estrategia del “abrazo” se ha revelado insuficiente para enfrentar la violencia que asola nuestras calles. En lugar de políticas contundentes y coordinadas, las medidas paliativas intentan, sin éxito, disfrazar un panorama de impunidad. La respuesta del gobierno, con sus “otros datos”, no logra ocultar el dolor y el desamparo de un país en luto.
La ciudadanía no acepta discursos vacíos ni soluciones a medias. Es imperativo rediseñar las estrategias de seguridad, fortalecer las instituciones de justicia y adoptar políticas integrales que ataquen las raíces del problema. El Estado debe dejar de pactar con la impunidad y asumir, con responsabilidad, su deber de proteger a cada mexicano. La violencia no es un fenómeno aislado, sino el resultado de decisiones irresponsables y de un gobierno que ha fallado en su misión fundamental.
La noche del sábado 15 de marzo, el Zócalo se transformó en santuario de luto. 400 velas y 400 pares de zapatos ocupaban el espacio donde la esperanza se mezcla con la impotencia. Eran símbolos de quienes ya no están, de aquellos arrancados de sus familias en un país donde el exterminio y el reclutamiento forzado son la triste norma. Teuchitlán, Jalisco, es el último eslabón de una cadena de tragedias que no cesa, y la calma se quiebra ante la sombra de un narcoestado.
El clamor del pueblo es ineludible. No basta con llorar al pasado; es urgente despertar y exigir un cambio profundo en las políticas de seguridad. La violencia que desgarra a México no es propaganda ni una “campaña negra”, es una realidad que el gobierno se niega a ver. Andrés Manuel López Obrador no es la víctima de una persecución mediática, fue el presidente de un país en crisis y que el gobierno actual ha decidido minimizar el dolor de las familias y convertir la impunidad en su legado. La hora de la verdad ha llegado: solo un México unido y exigente podrá romper la espiral de violencia y desesperanza, y devolver a la nación la dignidad que merece.

Alberto Rubio Canseco en X: @Alberto_Rubio