La Encuesta Nacional de Seguridad Urbana (ENSU) del INEGI, siempre es un instrumento útil para, más que hacer un diagnóstico preciso sobre las condiciones de seguridad del país, para tener un termómetro sobre la percepción de la gente sobre el tema. Ahora bien, aunque la percepción no es sinónimo de realidad, la actitud que se tenga está determinada por ella, en algunas acciones, y por ende sí tiene relevancia dentro de la estrategia gubernamental, no solo en esa materia concreta, sino en temas económicos y de construcción de tejido social.
Desgraciadamente, la sensación de inseguridad tiene consecuencias en la salud mental de las personas, y sus hábitos de salud y de convivencia, y también por ello, hay que decirlo, algunos actores políticos y económicos se benefician de crear o atizar un mercado del miedo, porque eso genera que se consuman ciertas cosas (desde discursos hasta productos) y no otras.
En marzo de 2024, 61.0 % de la población de 18 años y más, residente en 90 ciudades de interés, consideró inseguro vivir en su ciudad. Esto representa un cambio estadísticamente significativo en relación con los porcentajes de diciembre de 2023 (59.1%) y marzo de 2023 (62.1%). 47.4% de la población manifestó que modificó sus hábitos respecto a llevar cosas de valor, como joyas, dinero o tarjetas de crédito, por temor a sufrir algún delito.
Así, en esta última edición de la encuesta, se reafirman ciertos datos que hablan sobre la cultura política mexicana, como que la mayor violencia ocurre entre vecinos, y la causa principal de violencia es el consumo de alcohol; que una parte importante de la población, mucho más que la que se siente insegura, ya no carga cosas de valor (porque no vaya a ser) y que ha disminuido tanto su vida nocturna como los permisos para que sus hijos menores salgan a la calle. Estos dos últimos comportamientos tienen enormes consecuencias económicas (de consumo y confianza) y de socialización (en el caso de los niños, que trasladan esa falta de trato presencial a sus escuelas y, cuando crecen, a sus trabajos).
Se confirma la confianza de la población en las fuerzas armadas, para todo, mucho más que en las autoridades civiles. Podemos tener un ejército ejemplar en México (definitivamente no es un ejército centro o sudamericano, gracias al cielo), pero no por ello hay que contaminar nuestras instituciones castrenses con incentivos perversos. Quizás una parte de la clase política no se está dando cuenta de que, con esto, justifican cualquier desplazamiento de poder, no solo militar sino político y económico, fuera de la esfera civil y, por ende, fuera de la rendición de cuentas. Genios.
Al ser dos espacios análogos algunos de los principales puntos de inseguridad, el transporte público y las carreteras, se antoja viable que una estrategia específica para atacar estos focos rojos, no sólo con retenes sino con policías o militares yendo de pasajeros en las rutas, o cámaras dentro de las unidades, la inseguridad (que es percepción) bajaría de forma relevante. Pero para eso se necesita una visión de seguridad ciudadana, no una de ocupación territorial donde la violencia estatal desplace a la violencia criminal. Estamos en la era pre- estatal.
Las localidades con más enfrentamientos reportados son 2 de las más importantes económicamente, donde además los establecimientos mercantiles son muy numerosos: Zapopan y la Cuauhtémoc. Parecería que, contrario a lo que predican los padrecitos de pueblo, no es la ausencia sino la presencia de dinero lo que aumenta el riesgo de violencia. Con esto no pretendo satanizar la riqueza, sino subrayar que el combate a la pobreza y la pacificación del país son dos objetivos distintos y requieren soluciones distintas, porque no se implican.
En fin, mientras no se entienda la diferencia básica entre violencia, incidencia delictiva e inseguridad, de entrada, no habrá estrategia que no sea análoga a una lectura de tarot o una lluvia de ideas convertida en política pública.