Ayer en la tarde busqué a Mauricio Fernández para que me precisara la hora del evento del próximo jueves en el que se despediría de la alcaldía de San Pedro. Me respondió amable, como siempre.
Minutos después envié un mensaje a su hija, la madre Stella Maris, monja ermitaña diocesana quien fue bautizada como María Vanesa Fernández Zambrano. Le pedí otros detalles de la reunión en un auditorio de Plaza Fiesta San Agustin. Ella los consultó con su padre.
Les molesté porque me interesaba llegar a tiempo y no quedarme sin lugar, ya que iba a ser un homenaje multitudinario —pocas personas más queridas y admiradas en Nuevo León que Mauricio—.
Hoy murió el alcalde de San Pedro, quien fue más que un político: hombre de negocios, dedicó buena parte de su tiempo y patrimonio a un museo extraordinario, La Milarca, recientemente concluido pero en el que ya pensaba cuando lo conocí hace 40 años.
Considero un privilegio enorme haber podido charlar, ayer, un poco con Mauricio. Pero para mí ha sido todavía un privilegio mayor haber estado, el pasado 8 de septiembre, con el muy querido alcalde en un restaurante de San Pedro.
Conocía, como mucha gente de Nuevo León —era del dominio público—, su muy delicado estado de salud. Una semana antes, platicando por teléfono de su enfermedad, con imprudencia le pregunté si se sentía con fuerza para salir a comer. Respondió: “Por supuesto que puedo, te invito”.
Llegó a tiempo —era alguien absolutamente comprometido con la puntualidad—. Yo me retrasé unos minutos porque ese 8 de septiembre llovió muchísimo en el área metropolitana de Monterrey y el tráfico se complicó.
Hablamos del día en que nos conocimos, en 1985. Le di las gracias por tantas cosas, en especial por haberme acercado a su hija, sor Stella Maris —en el pasado promotora cultural y editora de revistas artísticas—, y también por algo muy importante para mí que él hizo el día de 1986 en que murió mi padre.
Mauricio pidió para ambos algunos platillos de la cocina regiomontana. Dijo: “Esto es más para ti que para mí porque ya no estoy en condiciones de comerlo y disfrutarlo como en otros tiempos”. Eso sí, acompañamos los alimentos con cerveza: “Solo para brindar”, dijo, “porque ya tampoco me apetece”. Bromeó con su enfermedad y con el cercano final de su vida. Nos reímos y al mismo tiempo nos entristecimos. Difícil aceptar la muerte, a la que siempre he considerado un insulto insoportable.
Mauricio me contó de algún trámite ante el gobierno federal relacionado con el gran museo que entregó a la comunidad. Me comentó: “Estamos batallando con la burocracia, ojalá la presidenta Sheinbaum se enterara y ordenara agilizar el procedimiento. Es el único pendiente que dejo relacionado con La Milarca”.
Nada sería más aprobado en Nuevo León que la intervención de Claudia Sheinbaum en cualquier cosa que haya solicitado Mauricio Fernández a la Secretaría de Cultura. La titular de la dependencia, Claudia Curiel de Icaza, podrá fácilmente saber qué necesita La Milarca.
El legado artístico del alcalde de San Pedro es innegablemente portentoso, verdadero orgullo de México. Merece que el gobierno federal lo tome muy en cuenta.
En el estacionamiento del restaurante me dijo: “Qué gusto verte. Espero saludarte el 25 de septiembre cuando me despida de la alcaldía”. Ya no pudo llegar. Yo iba a volar a Monterrey mañana miércoles para estar presente el jueves en el homenaje. Ya no voy a llegar. En mi próxima visita a la Sultana del Norte acudiré a La Milarca. Recordaré cuando Mauricio me dijo hace cuatro décadas que iba a hacer un museo de clase mundial. Y le aplaudiré porque lo hizo.