El primero de octubre ha sido un día de júbilo para todo el país. Ni la oposición ha logrado resistirse a la emoción de que sea Claudia Sheinbaum la primera mujer presidenta. Ante la agonía de un sistema basado en la superficialidad, la simulación y la banalidad, se ha cimbrado una forma genuina de hacer política en la que el protagonismo no está en el gobernante sino en su pueblo.
Aquello bien entendido por Andrés Manuel López Obrador ha logrado establecer una de las diferencias simbólicas más profundas: la de foco en las comunidades indígenas, la importancia a los 70 pueblos que integran nuestro país y el emblemático papel de mujeres representándoles al momento de entregar un bastón de mando solemne que invoca a la madre tierra, los saberes ancestrales, las culturas previas a la sangrienta imposición católica y el reconocimiento a la pluriculturalidad de México.
No se trata únicamente del cumplimiento de la toma de protesta y la investidura como presidenta establecida en términos constitucionales. Se trata de la sensibilidad que recorrer a los pueblos le pudo brindar a AMLO, una sensibilidad que parte del reconocimiento y el respeto, que con la ceremonia en el Zócalo de la primera presidenta ha marcado la gran diferencia con los eventos previos en los que no había presencia indígena después del protocolo en el Congreso.
Este dos de octubre es, apenas, un corolario memorial de la etapa estudiantil de Claudia en la que soñaba con un país en el que la protesta no fuera sinónimo de castigo, vigilancia, desaparición y muerte. El lugar es uno que jamás había habitado antes: el de ser la comandanta suprema de las Fuerzas Armadas, de aquella institución cuyos previos integrantes, tal vez en sus juventudes también, ejercieron las peores atrocidades por instrucciones de presidentes indolentes.
Hoy me parece relevante plantear que entre el México que arde en llamas y el que se desborda de esperanzas e ilusiones, hay dos horizontes a los cuales mirar. Uno de ellos tiene en sus filas a cientos de funcionarios capaces, mujeres y hombres que, motivados por la escuela de un gobernante sincero y con buenas intenciones, integran un movimiento que es gobierno y quiere mejorar la vida principalmente, para aquellos que la han tenido siempre complicada. Un horizonte en el que una mujer científica logra combinar ambas expectativas, la del corazón y la de la razón, para gobernar.
Frente a otro horizonte que es el emblema de la decadencia. Un horizonte en el que se regocijan opositores que también son, de cierta manera, autores. En el que destaca la muerte y la ausencia de ley, la violencia y la injusticia, la ingobernabilidad y la corrupción, así como la perversidad y la maldad. Este horizonte es hiper destacado por críticos que intentan hacer creer que es obra de Andrés Manuel como si los procesos sociales no fuesen fenómenos que se van cociendo a fuego lento y largo tiempo.
Mirar a cualquiera de los dos horizontes es elección del observador. Aunque para el pueblo, habitar alguno de los dos horizontes depende del contexto y del privilegio, pues desafortunadamente, quienes continúan sufriendo los estragos de aquella decadencia son también los más pobres. Pero entre las narrativas, hay una profunda diferencia: mientras los gobiernos de la decadencia construían falsedades estéticas para presumir logros en los cierres de gobierno, hoy López Obrador lo reconoce: Ha faltado cambiar mucho, pero todo lo que hizo fue desde el corazón, con el amor por el pueblo y su propio sacrificio en la mano. Sin arreglos estéticos ni falsedad. Con lo genuino que es luchar por un objetivo claro: mejorar la vida para los más pobres. Algo que sin duda sucedió.
Y si, definitivamente el país sigue ardiendo mientras que el cambio climático no da tregua. ¿Qué cambió? La sensación popular de que quien ahora gobierna, con todo y los errores propios del ser humano que sigue buscando formas ideales de organizarse y gobernarse, lo hace con causa, con honestidad y principalmente, con amor para todos esos que antes eran despreciados por no portar finos apellidos ni blancas pieles.
POR CIERTO, anoche hubo una mesa de análisis en Milenio. La senadora Cynthia López Castro criticaba que la presidenta mencionó en su discurso “Qué viva la Cuarta Transformación” por ser supuestamente una referencia partidista exclusiva de Morena. Aún no han comprendido que aquella “cuarta transformación” ya es una etapa de la vida pública de México, una categoría histórica que marca un cambio de era y un cambio de régimen. Un proyecto impulsado por un partido, pero vivido e implementado por toda una cultura popular en los rincones de México, acompañado de una aspiración de historia viva que se compara a los episodios de la Independencia de México, la separación de la Iglesia del Estado, la revolución mexicana y finalmente, la llegada de un gobierno del pueblo.
El diputado Hamlet Almaguer se quedó con ganas de explicarle eso: que la primera transformación se refiere a la independencia y marcada por la rebelión contra España desde 1810, que logra consumarse en 1821. Mientras que la segunda transformación, desde el triunfo de la dirigencia liberal alcanza con Benito Juárez las herramientas para destruir pilares del conservadurismo como la operación de la Iglesia Católica como Estado y el combate a su poder económico-corporativo. En tanto que la tercera transformación se enmarca en el cardenismo, desde la Revolución de 1910 hasta la década de los ochentas para el final de la clase porfiriana y la reivindicación de los oprimidos.
Siendo que la famosa Cuarta Transformación se trata más de una etapa del país en la que se promueve una política antineoliberal con todos los esfuerzos para desenraizar las instituciones calificadas por López Obrador como neoliberales, pero respaldadas por una dos teorías esencialmente contrapuestas: la de las fórmulas mágicas del endeudamiento y enriquecimiento de las élites al estilo Banco Mundial y capitalismo agresivo norteamericano frente a la estrategia de las autonomías, el apoyo a los más pobres, la austeridad y otros principios que seguirán siendo la brújula para el sexenio que ha iniciado. No es una estrategia de marketing, como están acostumbrados en el PRI. Es una reflexión de historia y una toma de poder desde la conciencia más profunda y crítica de los últimos tiempos.
La oposición cree que simplemente se trata de una disputa de espacios. No ha entendido que se trata de una confrontación entre dos visiones de país y, por tanto, sigue sin elementos para defender la suya, menos porque no se ha dado cuenta que tiene una. Después de todo, se les ha despojado de tantos simbolismos que su único lenguaje es el pragmatismo. Para quienes quieren reconstruir a la oposición, deberían comenzar por definir qué modelo de nación y de país es el que defienden, pues en realidad, hoy no hay propuesta que se contraponga a esta ya que volver a como antes vivíamos no es una propuesta de nación. Resolviendo eso faltará conquistar a quienes votan acerca de esa visión y entonces, solo entonces, disputar con estatura una contienda sobre proyectos de nación, no solo sobre espacios. Por eso, que viva el pueblo de México, que sin ser tan letrados como muchos egresados de prestigiadas universidades, lo entendió todo, lo sufrió y ahora, lo disfruta.