“Es imposible reflexionar sobre la historia y la política sin constatar el importantísimo papel que ha jugado la violencia en los asuntos humanos” Hannah Arendt

Con preocupación y hasta con cierto morbo estamos viendo la guerra comercial entre Estados Unidos y China, como el preámbulo de una nueva eclosión mundial. Karl Marx en el siglo XIX refirió que la guerra era la partera de la historia, concibiendo que la violencia rompe con formas de predominio que entran en fases de descomposición y anquilosamiento, para empoderar a otras que surgen de las entrañas de ese mismo poder decadente. En este mismo orden de ideas, el politólogo estadounidense Graham Allison, en 2015, ante la escalada competitiva de China, desarrolló un concepto al que denominó la “Trampa de Tucídides”, en la que establece una relación dialéctica entre una potencia hegemónica en declive y otra en ascenso. Como es natural, ello lleva a una guerra por la hegemonía en donde son previsibles dos resultados: que la gran potencia venza y recupere su supremacía; o que pierda y sea reemplazada por la potencia en ascenso.

Si se sigue la secuencia cíclica de Polibio, no habría más que pensar que el declive del imperialismo estadounidense es irreversible y que terminará por extinguirse. Concluiría, así, un ciclo de la historia humana. La gran pregunta es si a China verdaderamente le interesa erigirse como la fuerza predominante del planeta. Desde el punto de vista económico es fácil decir que sí, pero desde la perspectiva histórica tal vez no: se trata de una sociedad milenaria que fue ya una gran potencia y que ha sufrido a lo largo de los siglos las consecuencias nefastas de su declive. Sobre esta premisa, lo que le interesaría más es que el mundo continúe sobre las mismas bases que potenciaron en pocas décadas su enorme desarrollo actual.

Dos fenómenos se han dado en medio de la tormenta económica que vive hoy el mundo: 1) que la potencia en declive (Estados Unidos) fue la que declaró la guerra comercial; y 2) que la declaró modificando sus propias reglas del juego, fundamentadas en el libre comercio. Con una visión anacrónica Trump volvió al proteccionismo, cuyo sustento básico se da a través de la imposición de aranceles. Otra vez se vuelve al riesgo histórico, el proteccionismo hace aflorar nacionalismos extremos, así como decisiones en torno a la apropiación logística del mundo, siendo esencial controlar las rutas comerciales y la provisión de materias primas, energía y bienes tecnológicos, incluyendo el armamento; que es lo que antecede a los grandes conflictos bélicos. Para muestra un botón, el Secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, recién acaba de hacer la siguiente declaración: “China no construyó este Canal (el de Panamá). China no lo opera y no lo convertirá en un arma. Lo recuperaremos de su influencia”.

Cierto, los aranceles pueden subirse ilimitadamente, pero es tan o más importante el daño que se le puede hacer al rival. Washington puede aumentar los aranceles a China (ahora están en 125%) y Pekín los puede ampliar a lo que quiera y así, indefinidamente. Estas respuestas que escalan -y eso es lo preocupante- siempre van acompañadas con otras que afectan a sectores neurálgicos. Así como Estados Unidos amenaza con volverse apropiar del Canal de Panamá, el gigante asiático lo hace restringiendo la exportación de tierras raras, un recurso vital para diversas industrias estratégicas, entre ellas: la electrónica, la automovilidad, el armamento; y, en general, todo lo que concierne a la autonomía productiva y a la inteligencia artificial. Sólo dos datos, China posee 70% de los yacimientos de tierras raras en el mundo y Estados Unidos importa aproximadamente 72% los metales extraños de China; es decir, Washington está a años de construir su propia cadena de suministros y eso si encuentra países que por las buenas o por las malas lo pudieran abastecer con estos metales raros.

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Lo daños arancelarios que se hacen mutuamente las dos grandes potencias afectan a todas las economías del orbe. Los datos indican que Estados Unidos aporta alrededor de una cuarta parte del PIB mundial, en tanto que China contribuye con 20%; en conjunto, estos porcentajes suman 45%. Una metodología distinta, basada en la paridad del poder adquisitivo (PPA), revela que China contribuye con 19.05% del PIB global, en tanto que la economía norteamericana contribuye con 15.2%, lo que lleva a una cifra acumulada de 34.25%. En el comercio global, la participación de estos gigantes es similar, alrededor de 14%; aun cuando China es un eslabón estratégico en el intercambio de bienes y servicios y cuenta con el mayor superávit comercial del orbe (1 billón de dólares).

El que empezó la guerra no puede ignorar que la imposición de aranceles tiene efectos inflacionarios y recesivos. La precaución se hace imprescindible cuando la imposición de tarifas aumenta significativamente el valor de los bienes; lo que repercute en una contracción del mercado y de la inversión. Este ambiente también lleva a la incertidumbre: ¿Quién va a invertir si no se pueden precisar costos y el tamaño probable de las ventas, es decir, si se desdibujan los elementos para determinar las tasas de retorno? Este contexto, incluso, lleva a que las expectativas negativas no cedan aun cuando haya noticias positivas: hoy – 10 de abril – en Estados Unidos se informó que la inflación se desaceleró a una tasa anual de 2.4% (sólo a cuatro decimas de punto de la inflación objetivo), pero no elevó el optimismo ante la mayor escalada arancelaria que se ha sufrido en un siglo; de modo, que Wall Street se mueve en este momento con pérdidas.

Tal vez terceros pudieran obtener ciertos beneficios: “a río revuelto ganancia de pescadores”; pero aquí estamos hablando de que la cruzada comercial de Trump, respondida con toda precisión por China, lleva a una ruptura monumental en la generación de valor y en las cadenas de suministro y de que la interdependencia comercial acerca a la mayoría de las economías del mundo a un contexto de recesión con inflación. Si volvemos a la historia y a la teoría económica, diríamos que el libre comercio entre las naciones lleva a la prosperidad a partir del impacto positivo que genera la competencia, que se traduce progresivamente en una mayor calidad y en un menor precio de los bienes o productos. El proteccionismo no sólo genera un efecto contrario, sino que hace que impere la persuasión a partir de amenazas o con el uso pleno de la violencia.

¿Qué es lo que hace tan peligroso a China conforme al diagnóstico de la administración del presidente Trump? El análisis debe desdoblarse: primero, China ha tenido un crecimiento asombroso en la generación de riqueza del mundo, elevando su participación en más de 17 puntos porcentuales de 2000 a 2024, de 2.6% a 20%; en tanto que en el comercio internacional esa contribución creció durante este periodo en alrededor de 12 puntos porcentuales, de 1.8% a 14%. Estamos hablando de que de la nada, en 24 años, el país asiático se convirtió en la principal o segunda potencia productora del mundo (según la metodología estadística que se utilice) e indudablemente en la primera potencia comercial del planeta. Todo esto, en medio del declive de Estados Unidos: en 5 puntos porcentuales si se considera el PIB mundial y en 6 puntos si se toma en cuenta el comercio global.

Hay más datos que resaltar, entre ellos: el déficit comercial de los Estados Unidos con respecto a China de 295 mil millones de dólares en 2024; la importante participación del gigante asiático en las importaciones totales de la economía norteamericana, que conforme a las estadísticas alcanza 13%, pero que se estima en el doble si se considera la intermediación comercial o los puentes de acceso; además de la tenencia que tiene China de los bonos de tesoro, que asociada con la de Japón, podría con su venta hacer decaer los precios y elevar las tasas de interés de estos bonos, lo que aumentaría aún más el costo financiero de la deuda pública de Estados Unidos. Su ratio deuda pública a PIB asciende a 120%; en tanto que el oneroso pago de la deuda en 2024 alcanzó casi los 900 mil millones de dólares; estimando que en ocho años podría alcanzar la cifra de 1.5 billones de dólares, convirtiéndose en el principal gasto del gobierno norteamericano.

Pese a estos datos, nada más importante que entender que Pekín es capaz de responder a cualquier desafío arancelario de Estados Unidos por su misma expansión productiva y comercial. Su moneda, el yuan, ahora es un referente comercial en las transacciones internacionales, a la par que la alianza estratégica con otras economías emergentes le pueden permitir al país asiático crear (si así se lo propusiese) un sistema de pagos alternativo al erigido en 1971, año en el que se consolidó al dólar como moneda fiduciaria. Se abriría -y ese parece ser un propósito trascendental con el consenso de los BRICS- un nuevo capítulo en la historia, en donde el monopolio de la moneda norteamericana se debilitaría considerablemente; ello porque en forma acelerada se podría erigir un sistema paralelo de pagos, en donde una moneda distinta al dólar pudiera tener las funciones de unidad de cuenta, medio de cambio y reserva de valor.

Volvamos a la pregunta inicial: ¿quién va a ganar la guerra comercial? Si esa pregunta la hubiéramos formulado hace 10 años, sin dudar, se contestaría que Estados Unidos; ahora el resultado es impredecible porque la economía asiática se le ha equiparado en tamaño y valor; además de tener un mayor potencial de desarrollo por su imponente mercado interno. Es Washington el que ha aventado el desafío, tratando de cambiar las reglas que le posibilitaron a China crecer y sobrepasar a todas las poderosas economías del orbe agrupadas en el G-7.

La enseñanza más grande es que China en veinte años se convirtió en una potencia tecnológica y ahora lidera los principales procesos y actividades productivas a nivel mundial. Hay quien cree que se desvinculó del modelo de ventajas comparativas, diría que en cierta forma sí, pero no deja de ser cierto que el comercio internacional lleva a encontrar las mejores opciones en precio y calidad; y que esto es posible por la mejora continua en las funciones de producción entre un país y otro, como un efecto natural de la propia competencia.

Más bien lo que creo es que China invirtió la teoría de Hechscher y Ohlin; es decir, que no se dejó llevar por la idea de la dotación relativa de un factor de la producción sobre el otro. Sobre este enunciado le hubiera dado una prioridad inmutable a la producción de bienes intensivos con el uso del factor trabajo, que es su factor abundante; más bien lo que hizo fue escalar su productividad a partir del conocimiento y de la innovación; lo que la ha llevado a producir desde los bienes más simples hasta los tecnológicos que ahora apuntalan y orientan a la economía planetaria. Hacia ahí debería de ir México.