Aunque el enemigo público de moda es el Poder Judicial federal, lo asombroso es que la confrontación absoluta haya llegado hasta el último año del sexenio. Los presidentes demoscópicos, sean de derecha o de izquierda, siempre chocan con los tribunales, sobre todo cuando a sus titulares no los pusieron ellos. En casos como los de Donald Trump, o Netanyahu, el pleito es permanente y parte de la retórica natural de “ellos contra nosotros”, porque siempre tiene que haber un “ellos”, y su agenda debe ser inmoral, colgándoles los milagros que hagan falta. En casos como el de Putin o Viktor Orbán, su estrategia fue más inteligente, nombrando el doble de jueces y luego reduciendo la edad de jubilación para que sólo se quedaran los suyos. Pero la mala relación es lo más usual en este tipo de gobierno. Sin ponernos demasiado profundos, esto no es un rasgo de la idiosincrasia mexicana, sino de la modernidad ilustrada, en la que los occidentales del siglo XXI nos seguimos formando y que se distingue por prometer mucho y cumplir poco: el progreso, el bienestar, la igualdad, la libertad, pero también los iphones y el confort están al alcance de todos, solo es un asunto de “quitar a los malos del gobierno”. Y cuando no podemos tener más, nos conformamos con que los otros tengan menos. Sale, pues.
En la coyuntura específica, lo más probable es que los fideicomisos no se extingan porque será el Poder Judicial quien resuelva sobre las acciones que se promuevan para evitar su desaparición. Si efectivamente confirman su desaparición, sería un acto inusitado de un poder actuando contra sí mismo, como la autodisolución de las cortes franquistas, o algo así de exótico. No lo creo.
Sin embargo, creo que el Poder Judicial federal es un ejemplo demasiado particular como para observar el funcionamiento de nuestro gobierno federal (de izquierda no, pero populista sí) respecto de los órganos autónomos. Al ser otro poder, y el único que siempre coexiste con el ejecutivo (en las monarquías absolutas no hay parlamentos, pero sí tribunales), no es tan útil como para sacar de él una regla general o un sesgo particular de un gobierno o de un gobernante. Decir que a los poderosos les disgusta que les lleven la contraria es, en el mejor de los casos, una obviedad. Es mejor utilizar los casos del INE y la CNDH.
Dicen los analistas que la CNDH ha perdido la legitimidad que tenía (poca o mucha) con sus interlocutores naturales fuera del gobierno: academia, organismos internacionales, sociedad civil organizada y similares. Empero, es la que menos problemas ha tenido con el presidente y por ende con el gobierno de la 4T. Como muestra un botón reciente: la totalidad de integrantes del Consejo Consultivo renunció y viralizó su renuncia el mismo día. La presidenta se defiende con un pronunciamiento beligerante, casi partidista, diciendo que sólo obstruían y que tenían otros intereses. Una senadora panista la reprueba desde su escaño, y nada más, ninguna consecuencia. Es previsible que la señora Piedra permanezca en el cargo y, si le dan los tiempos, hasta se reelija. Es decir, la confrontación directa con el gobierno federal no era racional para la CNDH, porque sin supervivencia política no se puede hacer nada, ni bueno ni malo.
Del otro extremo, el INE fue el enemigo predilecto del partido mayoritario por mucho tiempo. De hecho, hasta que la corte tomó su lugar como gran enemigo del pueblo, era el enemigo al vencer en la retórica gubernamental. Esto, pese a que el instituto reconoció todos los triunfos de Morena tanto en 2018 como en 2021. Esto último no importa, porque para la narrativa populista, lo que importa son las intenciones, y no el resultado. Cuando pierden, el enemigo “les robó la elección”; cuando ganan y reconocen la victoria, “fuimos tan aplastantes, traíamos tanto pueblo, que no pudieron hacer nada”. Esa no la ganas. Y un gobierno puede hacer eso y más, cuando lo respalda una mayoría suficiente, en las urnas y en el parlamento. Habíamos perdido ya la brújula de lo que se puede hacer con legitimidad popular, pues cuando no se tiene, se debe negociar con todos y darle algo a todos.
Pareciera que con la nueva presidenta las cosas se han calmado, porque no parece haber problema con el presupuesto inflado que pidió el instituto para el próximo año, y la suspensión, con infamia pública, del funcionario de segundo nivel que tramitó la queja contra el presidente (una de tantas) es la muestra de que al presidente se le respeta, al menos en este INE. Como quiera que sea, parece que el instituto está a salvo, lo que no significa tanto como la gente cree. Los consejeros son cuotas de partidos, el instituto sí es demasiado oneroso para lo que hace, y ciertas cosas no debería hacerlas (es absurdo que sea un órgano electoral el que otorgue la cédula de identidad en un país). El rediseño institucional tiene que ir de la mano de la defensa de las instituciones, porque lo contrario implicaría defender lo que todas han sido, y muchas dejan demasiado que desear.
En suma, parece que la oposición sigue sin entender la lógica gubernamental, y se dedica a defender lo que sea, sólo por llevarle la contra al gobierno. Hay autonomías que sin duda vale la pena defender y cuya trasgresión implicaría una crisis inimaginable, como la del Banco de México. Pero de ahí a idealizar la autonomía por la autonomía misma, hay un trecho que parece insalvable. Cuando una autoridad no responde a ninguna otra, o tiene los mecanismos para permanecer a costa de lo que sea (sea un fiscal local o un comisionado de segunda), no tenemos ni democracia ni Estado de Derecho: tenemos feudalismo. Y ese no está padre.