Una buena parte de los Estados democráticos del mundo avanzan hacia el autoritarismo. De la mano de unos líderes carismáticos -o de sus sucesores menos populares- las instituciones republicanas se encuentran acechadas por los poderes ejecutivos dispuestos a disminuirlas.
Hace unos días la Suprema Corte de Estados Unidos, en mayoría de seis a tres, validó el proyecto de la ministra conservadora Amy Coney Barrett que dispone que la decisión de un juez federal no debe tener aplicación general. Es decir, que el poder judical no podrá más invalidar una ley general u orden ejecutiva -o componentes de ella- sino que el amparo quedaría limitado al caso particular del individuo u organización.
El caso mexicano es bien conocido. A partir del 1 de septiembre la Suprema Corte quedará integrada por nueve individuos cuyas simpatías por el régimen son públicas, amén de la voluntad del partido gobernante de capturar al poder judicial con el propósito de evitar amparos o demás sentencias judiciales que se entrometan en el camino de la autoproclamada transformación.
No obstante este peligro, existen precedentes inmediatos. Se recordará que, en el marco de la construcción de la reforma judicial, los comités de los poderes ejecutivo y legislativo, en un cínico desprecio hacia el Estado de derecho, desacataron cientos de amparos promovidos por miembros del poder judicial ante la inminente violación de sus derechos.
Si la nueva Corte mexicana, en tanto que máximo tribunal constitucional, declarase la incapacidad de los jueces federales en materia de amparo, o que sus resoluciones no fuesen aplicables de carácter general, cualquier acto emanado del ejecutivo o legislativo, por muy ilegal que fuera, sería efectivo en todo el territorio nacional sin restricciones. En otras palabras, se consumaría el gran deseo de AMLO y del obradorismo: sacudirse esos incómodos amparos que pretendieron algún dia descarrilar la voluntad del presidente.
En suma, a la luz de los acontecimientos, México y Estados Unidos parecen adolecer hoy de los mismos males: un gobierno sediento de dominar, mediante presión política, a cualquier corte o tribunal que opte por hacer acatar la Constitución y las leyes en detrimento de la voluntad emanada del poder ejecutivo, que representa, a juicio de estos detractores de la democracia liberal, la voz del pueblo.