Para la entrega a Estados Unidos de 29 personas vinculadas al narcotráfico, el fiscal general de la República citó como fundamento los artículos 89 constitucional y 5 de la Ley de Seguridad Nacional. El primero de ellos establece las facultades y obligaciones de la presidencia, incluyendo la conducción de la política exterior y preservar la seguridad nacional. El segundo califica como amenazas a la seguridad nacional, entre otros, los actos que impidan a las autoridades actuar contra la delincuencia organizada.
Ninguno de esos preceptos prevé explícitamente la expulsión de ciudadanos mexicanos fuera del procedimiento de extradición. El gobierno de México interpretó estos marcos legales como suficientemente amplios para justificar acciones extraordinarias en nombre de la seguridad nacional y, en tal sentido, hizo valer la existencia de un poder ejecutivo inherente, es decir, la idea de que la presidencia tiene ciertos poderes que son intrínsecos a su papel y que no necesariamente están enumerados en la Constitución.
Invocar la existencia de poderes inherentes al rol del poder ejecutivo, este sexenio encabezado por la presidenta Claudia Sheinbaum, es una práctica común en contextos de crisis o de amenazas a la seguridad nacional, pero no está exenta de debate. Aceptar la existencia de este tipo de facultades conlleva la necesidad de identificar su correcta extensión y límites en un Estado constitucional y democrático de derecho.
Para justificar esta medida, tanto el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, como el secretario de seguridad ciudadana, Omar García Harfush, han apuntado a la actuación del Poder Judicial Federal. Señalan que entre amparos y suspensiones se ha permitido un alargamiento injustificado de los procedimientos de extradición, existiendo incluso un riesgo de que las personas detenidas fueran liberadas.
A ello, el Poder Judicial de la Federación ha respondido, nuevamente, sin visión de Estado, sin autocrítica, sin asumir responsabilidades, repartiendo culpas, e invitando formalistamente a recurrir las resoluciones y a denunciar. Nuevamente, la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Piña, ha evidenciado la manera en que la judicatura federal actúa en desconexión con la realidad política y social de nuestro país y con indiferencia hacia los reclamos de justicia y seguridad. Por inercia, por corrupción o por desinterés se permitió un estado de cosas que vulnera el derecho de las personas a vivir en paz y seguridad.
La autonomía y la independencia no son incompatibles con un sentido mínimo de la responsabilidad y con el entendimiento básico de que, como poder del Estado, la judicatura tiene un deber de diálogo, de coordinación y sobre todo de sensibilidad social y política. Al uso abusivo e ilegítimo del aparato de justicia no puede llamársele Estado de derecho, como insisten en quererlo hacer ver quienes defienden a ultranza a un Poder Judicial que, tristemente, perdió la brújula.