La vivienda no es simple mercancía: es un bien esencial, una plataforma para la dignidad humana, un pilar de estabilidad familiar. En México, sin embargo, su acceso ha sido históricamente desigual, moldeado por intereses políticos, lógicas mercantiles y la captura de recursos públicos. Recientemente, el Infonavit presentó un paquete de reformas importantes: la eliminación del requisito de 1,080 puntos, la introducción del modelo “T100” con menor calificación necesaria, la reducción de trámites y plazos, y la promesa de que más trabajadores puedan aspirar a crédito con apenas seis meses de empleo formal. Si bien esos cambios pueden abrir puertas, es imprescindible mirarlos con lupa: no basta anunciar acceso, sino garantizar que ese acceso sea justo, eficaz y resistente a las trampas del poder.

En su discurso, las nuevas reglas del Infonavit buscan derribar barreras, democratizar el crédito y desmontar un sistema que penalizaba a muchos trabajadores con empleos recientes o con historiales laborales fragmentados. Bajo el régimen de mil 80 puntos, una gran masa de cotizantes estaba excluida, incluso si cumplían con otras condiciones. La oferta del esquema T100 (menos requisitos, aprobación más ágil) representa una enmienda al modelo rígido anterior. En teoría, más personas podrían aspirar a vivienda sin pasar por años de espera, y el acceso al crédito dejaría de ser un privilegio para pocos.

Pero detrás de esta promesa existe un terreno complejo. ¿Qué tan profunda será la reforma? ¿Cuántos de los nuevos acreditados lograrán conservar su crédito frente a cambios de empleo, desempleo temporal o crisis económicas? ¿Qué tipo de viviendas entrarán en el esquema? ¿Quién construirá esos hogares, dónde y con qué calidad? ¿Se romperá o reproducirá la vieja lógica de beneficios concentrados? Todas esas preguntas no son accesorias: son la clave para discernir si estamos frente a un avance real o una ilusión bien presentada.

Desde el punto de vista técnico, ampliar el universo de acreditados implica asumir riesgos mayores. La cartera del Infonavit debe gestionarse con prudencia: elevar la tasa de morosidad puede comprometer la viabilidad financiera del organismo y, en última instancia, trasladar costos al trabajador. No basta con aprobar créditos sin que haya una evaluación robusta del riesgo, mecanismos de protección y ajustes dinámicos en condiciones ante contingencias macroeconómicas o personales.

Además, los créditos deben estructurarse de forma realista: plazos adecuados, tasas que respondan al ingreso, mecanismos de reestructura anticipada y ajustes ante escenarios de crisis. En México, donde la volatilidad salarial, la informalidad y los periodos discontinuos de empleo son comunes, el diseño financiero del crédito es decisivo. Si las condiciones finales resultan muy gravosas o poco flexibles, los trabajadores terminarán atrapados en un endeudamiento pernicioso, un efecto inverso al pretendido bienestar.

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Muy importante es que estos créditos no solo se otorguen, sino que se habiten: la calidad de las viviendas debe garantizar servicios, materiales adecuados, solvencia estructural y ubicación estratégica. De nada sirve que el acceso sea más sencillo si las casas están en zonas remotas, sin transporte, sin infraestructura o en sitios ambientalmente conflictivos. Si no hay una política urbana que articule vivienda, transporte, empleo y servicios, corremos el riesgo de reproducir “ciudades-jaulas”: unidades habitacionales sin alma, sin conectividad, con altos costos ocultos para sus habitantes.

No se puede hablar de vivienda social en México sin cargar con la memoria de escándalos y redes de poder. En la Ciudad de México, la acusación de un “cártel inmobiliario” durante la administración de Miguel Ángel Mancera (que supuestamente operaba en alianza con desarrolladores nacionales y locales para favorecer proyectos selectivos) es un ejemplo emblemático de cómo el interés público y el privado pueden solaparse conmutativamente. Igualmente, impactantes son las revelaciones sobre concesiones del Metro asignadas a empresas que funcionaban como prestanombres de personajes relacionados con Genaro García Luna, visibles en distintos tramos y estaciones. Estas historias no son mera anécdota: muestran cómo la discrecionalidad, la opacidad y las redes clientelares pueden permear proyectos públicos fundamentales.

Ante ese pasado, cualquier reforma habitacional ambiciosa debe venir acompañada de blindajes institucionales sólidos. No basta con que el Infonavit tenga controles internos; se requiere una autoridad reguladora externa, autónoma, experta y con poder de sanción para fiscalizar cómo se otorgan los créditos, cómo se eligen los desarrolladores, qué costos finales cobran las viviendas, con qué estándares se construyen y bajo qué criterios urbanísticos.

El riesgo es real: los nuevos créditos pueden volverse instrumentos para beneficiar grupos inmobiliarios con cercanía política, que hasta ahora sobrevivieron a través de contratos opacos, triangulaciones o relaciones con gobiernos locales. Si no hay supervisión independiente, la “democratización” del crédito podría ser un espejismo que termine beneficiando a los jugadores tradicionales. No podemos permitir que las facilidades para el trabajador se traduzcan en nuevos negocios para los mismos de siempre.

Para que estos cambios representen una verdadera inflexión, se necesitan guardas institucionales concretas. En primer lugar, un órgano regulador del mercado habitacional con autonomía técnica y presupuestal, capaz de regular, supervisar y sancionar las acciones del Infonavit, los desarrolladores inmobiliarios y las entidades locales. Este organismo debe tener facultades para auditar licitaciones, revisar contratos, exigir transparencia y actuar ante irregularidades.

Asimismo, cada proyecto vinculado a créditos del Infonavit debe pasar por procesos de licitación pública estricta, con criterios de calidad, costo, ubicación y sustentabilidad urbana. No puede seguir permitiéndose la asignación discrecional de desarrollos, terreno o construcción a empresas predilectas sin escrutinio público.

La transparencia es otra piedra angular. Los datos sobre créditos otorgados, zonas beneficiadas, morosidad, estado de avance, costos reales, márgenes de utilidad de desarrolladores y recurrencias deben ser públicos, fácilmente accesibles, actualizados y auditables por ciudadanos, universidades y organizaciones sociales. La rendición de cuentas no puede ser un adorno simbólico.

También es imprescindible la participación ciudadana. Contralorías sociales, observatorios ciudadanos y mecanismos de denuncia con protección deben integrarse al diseño del crédito habitacional, porque el control social es un antídoto indispensable frente a la captura institucional. Y donde se detecten irregularidades, debe haber facultad de revocar contratos, sancionar responsables y recuperar recursos, sin importar cuán poderosos sean los actores implicados.

Finalmente, los derechos de los acreditados deben quedar protegidos: cláusulas de reestructura anticipada, moratorias, mecanismos de alivio en casos de desempleo o crisis macroeconómica deben ser parte del contrato. El crédito no puede ser rígido e inflexible; debe adaptarse al ciclo económico y personal del trabajador.

El nuevo modelo del Infonavit contiene una potencial transformación positiva si se instrumenta con responsabilidad. Representa una oportunidad histórica para acercar el sueño de la vivienda a millones de mexicanos, sobre todo jóvenes, mujeres trabajadoras, parejas que no saben si tarde o temprano podrán inaugurar su hogar. Pero esa promesa solo cobrará sentido si se acompaña de reglas muy claras, vigilancia confiable y sanciones efectivas.

Si no, corremos el riesgo de ver otro episodio más: créditos que generan deudas insostenibles, desarrollos de baja calidad en zonas remotas, beneficios entregados a amigos del poder, opacidad disfrazada de modernidad. En ese escenario, las señales más visibles serían viviendas vacías o quebradas, morosidad creciente, conflictos vecinales y frustración ciudadana.

En mi opinión, si estos cambios se realizan con profesionalismo, institucionalidad y ética, podrían marcar un punto de inflexión en la política de vivienda mexicana. Que la mejora no sea solo cuantitativa (más créditos) sino cualitativa (mejores viviendas, ubicación digna, contratos justos, beneficios reales). Que los créditos lleguen a quienes más lo necesitan, no a aquellos que mejor sepan navegar los pasillos del poder.