Trascendió que el Senado de la República regresa el próximo viernes a sus actividades ordinarias, con más de 200 nombramiento pendientes, muchos de los cuales sólo necesitarían mayoría simple para lograrse, y aún así no se han podido concretar. Lo anterior quiere decir que Morena y sus aliados podían haberlos hecho ya, sin mayor problema, pero –según algunos analistas– esto implica que dentro del partido mayoritario ya hay fracturas y tribus, y ya no pueden sacarse los votos de ninguna forma. Disiento, porque esa lógica es bastante simplista.
Uno de los temas más recurrentes durante el presente sexenio es la miopía política de muchos integrantes de la clase política que fue desplazada en el 2018, y que solemos denominar como las élites de la transición (2000-2018, no importa si son priistas, panistas o perredistas, para estos efectos, piensan igual).
El sistema de pesos y contrapesos constitucional y legal, inspirado en la Constitución norteamericana, pero con décadas de parches y tropicalizaciones, fue tomado muy en serio por estas élites debido a un factor primordial, que no era su respeto absoluto por el Estado de derecho sino la fragmentación política, pues nunca tuvieron mayoría calificada en el Congreso, y fue excepcional que tuvieran mayoría simple.
En un sistema donde las prácticas políticas están totalmente disociadas de las jurídicas, suelen presentarse escenarios como el gobierno por veto de las minorías, o el reparto generalizado de plazas mediante cuotas partidistas, volviendo un poco irrelevante qué partido esté en el gobierno, pero en el peor de los sentidos, porque hasta los burócratas de tercera línea tienen sus propias instrucciones y agenda, que no coincide ni con la de sus jefes ni con la de la organización.
Cuando la presente administración toma el poder, no sé si haya ocurrido transformación profunda en las estructuras sociales, ni de conciencias, (eso es uno de los puntos irreconciliables del debate hoy); pero sí ocurrió una mutación de las formas políticas y de la forma de ejercer el poder político, parecido al de antaño (antes de 1981) pero en circunstancias distintas, sin un aparato político que discipline a la mayoría, con múltiples entidades públicas que se consideraban feudos independientes por derecho propio (véase la historia de horror de la Cofepris, por ejemplo), y con un Poder Ejecutivo que a veces parece despreciar sinceramente a la administración pública.
Aunque cueste creerlo, un ejemplo afín, reciente, fue el gobierno de Donald Trump, que, en resumen, fue un gobierno repleto de vacantes formales, parálisis de agencias autónomas por falta de nombramientos y, sobre todo, desplazamiento del poder efectivo a espacios informales y a subordinados leales que actuaban como encargados de despacho. Lo más gracioso es que, en algunos casos, puso a un subalterno como encargado de despacho de la encargaduría de despacho, como si un director general actuando como subsecretario actuase finalmente como secretario, por estar ambos puestos vacantes deliberadamente de forma permanente. Este último punto es importante porque, si bien en Estados Unidos la práctica de encargados de despacho eternos está impedida por una ley federal de vacantes, por estar el servicio civil extendido a todas las agencias y dependencias, en México esto sólo ocurre en una pequeña parte de las plazas, algo así como un 10% del total de la administración pública. En el resto, provocar un vacío generalizado trae muchas ventajas para un partido que no quiere ceder nada ni negociar nada.
Para empezar, en un escenario como el descrito, los pocos funcionarios con poder de mando acuerdan con subalternos, formales o informales, no con homólogos. Es mucho menos probable que se envalentonen, traicionen o tengan aspiraciones propias (y a cualquier nivel, inclusive un secretario le da órdenes a otro, o el director General de una dependencia deja en visto al subsecretario de otra (pasa en el gobierno, pasa en la vida).
No puedo dejar de subrayar la importancia de los espacios informales. Aunque los órganos funcionen con un organigrama informal, ni el poder se deja de ejercer ni las decisiones se dejan de tomar. Simplemente se ejerce en otros espacios, por personas imposibles de vincular a la decisión y por tanto de responsabilizarlas de la misma. Es una manera, como tantas, de ejercer el poder político cuando este se ve constreñido por un exceso de normatividad que vuelve la actividad política, en general, impracticable, porque el sentido de la oportunidad, la lógica de la contingencia y de la conveniencia, es por regla general incompatible con la aplicación automática e impersonal de la ley.