Desaparecer es una palabra que en México ya no espanta. Se ha vuelto parte del paisaje. En el mejor de los casos, se ha vuelto estadística. Y, peor aún, se ha vuelto normal.
Pero más alarmante que eso, es cuando desaparecen también los ideales. Cuando quienes un día marchaban al lado de las víctimas, al día siguiente bajan la cortina del Palacio Nacional y los dejan afuera, utilizan el silencio como nueva forma de discurso. El archivo muerto como herramienta política. Ayotzinapa fue un parteaguas. Hoy, es una herida abierta… e ignorada.
Lo peor no es que eso ocurra, sino que ocurra bajo un gobierno que llegó al poder prometiendo exactamente lo contrario. Que hizo de Ayotzinapa su bandera ética, su símbolo de ruptura. Hoy, los padres de los 43 no sólo luchan contra la impunidad: también enfrentan la indiferencia de quienes alguna vez caminaron con ellos.
El horror no se detiene, sólo cambia de nombre
En el Rancho Izaguirre, en Jalisco, fueron encontrados restos humanos. Otra vez. Como en tantos otros lugares donde la tierra ya no da cosechas sino huesos. Lo más escalofriante no fue la noticia del hallazgo, sino lo que vino después. Por ejemplo, la reacción del diputado Gerardo Fernández Noroña, sobre los zapatos encontrados en el predio, fue desconcertante:
“Hay 200 zapatos ahí, sí. Pero ¿quién dice que esos zapatos son de personas desaparecidas, que lo que se viene contando es cierto?”
Como si el horror necesitara confirmación de las autoridades para existir. Como si los objetos —un zapato, una camiseta, objetos personales— no hablaran ya por sí mismos del cuerpo ausente. Como si los muertos tuvieran que revivir para que se les crea, que vivieron cosas horribles.
Esos zapatos fueron reconocidos por madres y familiares que no han parado de buscar a sus seres queridos. Los objetos encontrados y fotografiados no solo eran pruebas, eran gritos, que escuchamos los que vimos esas imágenes. Y lo único que se ofreció fue cuestionar su veracidad. Las autoridades se enredaron en tecnicismos. Quisieron “calmar” o confundir, cuando lo único que deberían provocar es furia.
Pero el problema no es solo la frase del presidente del Senado. El problema es que, desde el poder, incluso la compasión, la empatía, se vuelve opcional.



El poder como forma de absorción
Michel Foucault escribió que el poder no se conquista: se habita. No está en un cargo o una persona, sino en la forma en que las instituciones controlan, ordenan y silencian. Por eso, quien entra al sistema sin transformarlo, termina funcionando dentro de él, según sus reglas.
Y cuando el nuevo gobierno hereda las viejas estructuras, no las rompe: las aprende. Las opera. Las necesita. El Ejército, las fiscalías, los archivos, los pactos de silencio… siguen donde estaban. Sólo cambia la narrativa.
¿Y si ni siquiera la inmolación basta?
Hay quien cree que la coherencia absoluta puede salvarnos. Que resistir hasta el final garantiza la victoria moral. Salvador Allende lo entendió en carne propia. El 11 de septiembre de 1973, mientras los tanques rodeaban La Moneda, pudo escapar. Se le ofreció asilo, salida, diplomacia. Pero eligió quedarse. Eligió morir con la Constitución en una mano y una metralleta en la otra. Prefirió la muerte a jugar las reglas del poder que quiso combatir.
Ernesto “Che” Guevara también tuvo la opción de acomodarse. Pudo quedarse en Cuba, como ministro, pleitesías, honores. Pero renunció a todo. Dejó el poder institucional, rompió con la comodidad revolucionaria… y se fue a morir a Bolivia, solo, aislado, sin garantías. El Che no se equivocó de montaña: sabía que su muerte era más coherente que su permanencia.
Ambos eligieron no adaptarse. No pactar. No fingir que se puede transformar el sistema sin quebrarlo. Eligieron la derrota antes que la victoria incongruente.
Porque el poder, como sistema, no se conmueve ni con mártires. Los vacíos que dejan se llenan rápido. Y el ciclo sigue.
¿Qué queda cuando ya no quedan promesas?
Hoy, los desaparecidos son más que nunca, los expedientes perdidos, las respuestas confusas. La desesperanza crece cuando ni siquiera quienes traían las banderas de la justicia logran mantenerse firmes ante el poder que prometieron transformar.
Entonces, no se trata de esperar a un nuevo redentor. Tal vez el reto no es quién sube, sino qué tan profundo estamos dispuestos a desmontar lo que está mal armado.
Porque mientras sigamos esperando que alguien “desde arriba” nos salve, el ciclo continuará: los activistas se convertirán en funcionarios, los ideales en discursos olvidados, en retórica, y las víctimas en cifras que ya no nos sorprenden.
Y eso sí que da miedo: cuando ni siquiera el horror es suficiente para cambiar nada.