Han pasado ya dos años desde aquel día que volvió a cambiar la vida de millones de personas: el 7 de octubre de 2023, cuando un atentado de Hamás golpeó con fuerza a Israel. Fue un acto brutal, inesperado y profundamente simbólico, que dejó miles de muertos, decenas de rehenes y heridas que todavía duelen en las familias afectadas y en toda la región. Hoy, el recuerdo de las sirenas, los misiles y los llantos sigue presente, recordándonos que la violencia deja marcas que tardan generaciones en cicatrizar.
El atentado no fue un hecho aislado. Fue el resultado de décadas de tensiones acumuladas, desconfianza y resentimiento mutuo. Hamás, desde Gaza, se presentó como defensor del pueblo palestino, pero su ataque superó cualquier expectativa, provocando la muerte de miles de civiles israelíes en hogares, calles y espacios públicos. La respuesta del gobierno israelí fue inmediata y contundente: una ofensiva militar que devastó Gaza y multiplicó el sufrimiento de la población civil palestina.
Dos años después, las cifras no son solo números: son tragedia humana. Gaza permanece en ruinas, con millones de desplazados y una reconstrucción que avanza muy lentamente. Israel sigue marcado por el miedo y la tensión constante, mientras la comunidad internacional parece incapaz de ofrecer soluciones que reduzcan el sufrimiento. Ni la ONU, ni Estados Unidos, ni Europa han logrado generar un camino claro hacia la paz.
Más allá de la política, el verdadero drama sigue siendo humano. Las imágenes de hospitales colapsados, niños huérfanos, madres buscando a sus familias entre los escombros y rehenes que aún no han regresado a casa son un recordatorio brutal de lo que significa vivir bajo la sombra de la guerra. Israel ha pagado con dolor el precio de su seguridad; Palestina, con sangre y desesperación; y el mundo, con su indiferencia, ha contribuido a prolongar la agonía.
El odio y la venganza se han arraigado en ambas sociedades, bloqueando cualquier posibilidad de reconciliación. Jóvenes israelíes que cumplen servicio militar crecieron con el miedo del atentado; niños palestinos, con la pérdida y el resentimiento hacia quienes destruyeron sus hogares. El ciclo del odio continúa, y las generaciones futuras parecen condenadas a cargar con el dolor de sus antecesores.
Entre las familias afectadas, las historias se repiten con doloroso parecido. Hay madres palestinas que aún buscan a sus hijos desaparecidos, y padres israelíes que intentan reconstruir la vida de sus familias con cicatrices visibles y silenciosas. Las escuelas se han convertido en refugios temporales, los hospitales en espacios donde la esperanza convive con la desesperación, y las calles en escenarios de miedo y memoria. La comunidad civil ha aprendido a sobrevivir en medio del dolor, desarrollando resiliencia y solidaridad que a menudo pasa desapercibida frente a los titulares internacionales.
El liderazgo político tampoco ha ayudado a sanar estas heridas. Netanyahu ha utilizado el conflicto para reforzar su poder frente a crisis internas, mientras la Autoridad Nacional Palestina sigue fragmentada, sin poder ofrecer una alternativa viable al radicalismo de Hamás. La paz se convierte en un ideal distante, mientras la guerra sigue siendo la realidad cotidiana.
Dos años después, la sociedad israelí ha cambiado: se ha movido hacia posturas más estrictas en materia de seguridad, marginando a quienes abogan por la paz. En Palestina, la pobreza y la miseria alimentan la narrativa del sacrificio y el martirio. El atentado no solo dejó muertos, sino que también sepultó una esperanza frágil: la de una convivencia basada en el respeto mutuo.
Mientras tanto, el mundo parece mirar hacia otros problemas, desde conflictos lejanos hasta crisis ambientales y económicas. Pero la guerra en Gaza sigue latente: Israel mantiene el cerco y los grupos armados palestinos se rearman. La paz sigue siendo un horizonte distante.
La lección más amarga de estos dos años es la repetición del error humano: la violencia se reproduce mientras exista la injusticia y el rencor. Hamás fue el actor de 2023; mañana podría ser otro, en otro lugar, con otro motivo. Mientras la humanidad no encuentre mecanismos de reconciliación, la violencia tendrá siempre su justificación.
Pero entre las ruinas también hay signos de esperanza. Médicos israelíes que atienden a niños palestinos, organizaciones civiles que cruzan fronteras para ayudar, jóvenes que promueven diálogo en redes sociales: son minorías, pero demuestran que la empatía y la solidaridad todavía existen. Vecinos que se ayudan mutuamente, maestros que buscan que los niños sigan aprendiendo y voluntarios que llevan agua y alimentos a los más necesitados, son ejemplos de que la humanidad puede resistir la oscuridad, incluso en los momentos más extremos.
Hoy, el 7 de octubre se recuerda no solo por la violencia, sino por la lección que nos deja: la fragilidad de la convivencia y la necesidad de mirar más allá de los intereses políticos. Quizá el mejor homenaje a las víctimas sea no la venganza, sino la valentía de replantear cómo queremos vivir: seguir destruyéndonos o aprender a convivir en paz.
El 7 de octubre de 2023 marcó un antes y un después. El 7 de octubre de 2025 debería recordarnos que los pueblos no están condenados al odio eterno y que aún es posible transformar el dolor en reconciliación. Todavía estamos a tiempo.