La extorsión ha dejado de ser un fenómeno marginal o exclusivamente vinculado a la delincuencia organizada; se ha convertido en una de las principales amenazas a la paz pública, la estabilidad económica y la seguridad ciudadana en México. Desde hace años, este delito ha permeado todas las capas del tejido social: desde el comerciante de barrio hasta las grandes empresas; desde ciudadanos de a pie hasta actores institucionales. Por ello, resulta pertinente y necesario que el Estado mexicano actúe con contundencia y, sobre todo, con coherencia jurídica para combatirlo.

En ese contexto debe leerse la iniciativa de reforma constitucional presentada por la comisión permanente del Congreso de la Unión, a iniciativa de la presidenta Claudia Sheinbaum, para incluir el delito de extorsión dentro de las materias que el Congreso federal puede legislar conforme al artículo 73 de nuestra carta magna. De prosperar dicha adición a la fracción XXI, se establecería el primer paso hacia la armonización normativa en todo el país, unificando criterios, penas y estrategias de prevención y castigo.

Más allá de los tecnicismos legislativos, estamos ante una determinación que —de concretarse de forma adecuada— puede marcar un punto de inflexión en la manera en que México enfrenta uno de los flagelos más lacerantes y normalizados de los últimos tiempos. Porque sí: nos hemos acostumbrado peligrosamente a convivir con la extorsión como si se tratara de una inevitabilidad más de nuestra accidentada realidad. Y eso, como nación, no podemos permitirlo.

La propuesta de reforma constitucional no es menor. El artículo 73 de la Constitución establece las facultades del Congreso para legislar en determinadas materias, y sólo aquellas explícitamente mencionadas pueden ser normadas a nivel federal. Al incluir la extorsión en esta lista, se abriría la puerta a la emisión de una ley general que, sin suplantar las competencias estatales, establecería criterios mínimos y obligatorios en materia de definición del delito, tipificación, sanciones, prevención y cooperación interinstitucional.

Hoy por hoy, las legislaciones estatales en materia de extorsión son un mosaico desigual y, en muchos casos, insuficiente. Hay entidades donde el delito no se persigue con la fuerza que amerita; otras donde la redacción de sus códigos penales permite la impunidad o deja márgenes de ambigüedad que benefician a los agresores. Algunas más carecen de una estructura adecuada de protección a las víctimas, que muchas veces optan por callar o ceder ante el chantaje ante el temor fundado de represalias o la desconfianza en las instituciones.

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La falta de homogeneidad legal no solo entorpece el combate efectivo del delito, sino que también genera incentivos perversos para su práctica en determinados territorios. Lo mismo sucede con las penas: la diferencia entre las sanciones mínimas y máximas en los distintos estados refleja no una valoración distinta de la gravedad del crimen, sino una fragmentación que debilita el principio de justicia proporcional.

Reconozcamos, en honor a la verdad, que la iniciativa presentada por la presidenta Sheinbaum revela voluntad política, y eso no es poco. En un país donde la inercia institucional muchas veces impide mover siquiera las piezas del tablero, cualquier intento por armonizar criterios legales en beneficio de la seguridad merece atención y análisis serio. Sin embargo, también debe advertirse que la voluntad, por muy genuina que sea, no es suficiente si no va acompañada de una estrategia integral, eficaz, con visión de largo plazo y anclada en la realidad del país.

El combate a la extorsión exige no solo leyes claras y sanciones ejemplares, sino mecanismos de prevención, protección, investigación y denuncia verdaderamente funcionales. De nada sirve endurecer las penas si las autoridades no cuentan con las capacidades técnicas y humanas para investigar y probar los casos. De poco ayuda legislar con rigor si las víctimas siguen sintiéndose solas, amenazadas y sin respaldo institucional. La corrupción policial, la complicidad de funcionarios, la debilidad del ministerio público y la carencia de recursos tecnológicos son obstáculos que deben ser enfrentados con la misma energía que la reforma legislativa.

Otro aspecto que no puede pasarse por alto es el enfoque que debe guiar la legislación futura. La extorsión no puede verse únicamente como un tema de seguridad o de castigo penal. Tiene profundas implicaciones en derechos humanos, desarrollo económico, género y movilidad social. La nueva legislación federal deberá tomar en cuenta no solo las voces de los juristas, sino también las experiencias de las víctimas, los organismos de la sociedad civil, las cámaras empresariales, los expertos en seguridad y los gobiernos estatales.

En estados con alta presencia de grupos criminales, como Michoacán, Guerrero o Tamaulipas, la extorsión se ha vuelto una forma de control territorial y económico. En otros, como Oaxaca o Chiapas, ha adquirido características más vinculadas al oportunismo o la criminalidad dispersa, lo que exige enfoques diferenciados. En todos los casos, la extorsión vulnera gravemente la libertad personal y el ejercicio pleno de los derechos ciudadanos, por lo que cualquier legislación debe garantizar protección, acceso a la justicia y reparación del daño.

No está de más recordar que la extorsión no es solo un delito más, sino el síntoma visible de un ecosistema de impunidad, violencia y desigualdad que permea buena parte del país. Su proliferación habla de la pérdida de control del Estado en ciertos territorios, pero también del fracaso de las políticas de seguridad centradas exclusivamente en la fuerza o en los cambios de nombre de las corporaciones policiacas.

Por eso, combatir la extorsión requiere una estrategia multidimensional que incluya prevención social, educación cívica, fortalecimiento institucional y desarrollo económico local. Una ley general puede ser el ancla jurídica de ese esfuerzo, pero no su sustituto.

En suma; la iniciativa de reforma constitucional para que el Congreso de la Unión pueda legislar en materia de extorsión es, sin duda, un avance en el terreno jurídico y una muestra de compromiso político desde el más alto nivel del ejecutivo federal. Sin embargo, será responsabilidad del Congreso, de los gobiernos estatales y de la propia ciudadanía vigilar que ese compromiso se traduzca en un andamiaje legal y operativo que realmente sirva para proteger a las víctimas, castigar a los agresores y, sobre todo, prevenir que este delito continúe erosionando nuestra vida cotidiana.

Es momento de actuar con seriedad, de dejar de normalizar el miedo y de construir un Estado capaz de garantizar a cada mexicano el derecho a vivir y trabajar sin ser objeto de amenazas ni chantajes.

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