La captura en Vista Hermosa, Michoacán, de 38 fieles de La Luz del Mundo que se presentaron ante las autoridades como integrantes de una guardia secreta bautizada “Jahzer” no es un episodio menor. Es una señal de alarma que, más allá de la nota roja, pone en evidencia cómo la religión, cuando se entrelaza con estructuras de poder y prácticas opacas, puede derivar en fenómenos sociales que comprometen la legalidad y la gobernabilidad. Un grupo disciplinado, entrenado y con la misión explícita de proteger líderes, casas y templos de la congregación no es simple anécdota: es la radiografía de una realidad preocupante.
La Luz del Mundo, con sede en Guadalajara y presencia en más de medio centenar de países, no es una iglesia marginal. Es un movimiento que ha sabido consolidar una enorme capacidad de convocatoria, levantar templos monumentales y mantener relaciones de conveniencia con actores políticos de distintos signos. Ningún gobierno ha podido ignorar su músculo social ni su influencia en comunidades enteras. Por eso, que surja en su seno un grupo como “Jahzer” no puede interpretarse como un accidente aislado. Todo apunta a una organización deliberada, con lógica de autodefensa que, en los hechos, opera como una estructura paramilitar en el corazón de una congregación religiosa.
Las declaraciones de los propios detenidos confirman que su razón de ser es brindar seguridad. Pero, ¿seguridad ante quién y contra qué? El Estado mexicano, con todos sus problemas, es el único que tiene la atribución de garantizar la paz pública. Cuando una iglesia decide conformar su propia guardia secreta, está cruzando la frontera hacia la ilegalidad y construyendo un poder paralelo. Una estructura cerrada, ideologizada y sin supervisión institucional que se entrena para actuar en defensa de líderes religiosos, encierra riesgos que nadie debería subestimar.
La historia reciente de La Luz del Mundo refuerza estas inquietudes. Tras el encarcelamiento en Estados Unidos de Naasón Joaquín García por delitos sexuales, se pensó que la congregación enfrentaría un proceso de replanteamiento interno. No obstante, la aparición de “Jahzer” muestra lo contrario: un repliegue hacia la cerrazón, la protección extrema y la consolidación de un círculo de lealtades dispuesto a defender el liderazgo por encima de todo. En vez de avanzar hacia la transparencia, el movimiento parece haberse atrincherado.
La combinación de religión, fanatismo y entrenamiento militar es peligrosa por definición. América Latina ya ha conocido episodios en los que sectas y movimientos mesiánicos, al otorgar carácter divino a la defensa de sus líderes, han terminado justificando lo injustificable. La obediencia ciega, sumada a la convicción de estar resguardando lo sagrado, puede convertirse en un detonante de violencia. Es un escenario que México no puede permitirse en un contexto de por sí erosionado por la criminalidad y la desconfianza institucional.
El lugar donde se dio este hallazgo tampoco es irrelevante. Michoacán ha sido durante décadas epicentro de cárteles, autodefensas y grupos armados de toda índole. Ahí, donde las fronteras entre lo legal y lo ilegal suelen desdibujarse, el surgimiento de una guardia religiosa clandestina, solo añade confusión y alimenta la desconfianza ciudadana. ¿Cómo distinguir entre quienes dicen proteger templos y quienes protegen cargamentos de droga? ¿Cómo separar a un guardia espiritual de un sicario? La sola ambigüedad es ya un factor de riesgo.
El Estado debe actuar sin titubeos. La libertad religiosa es un derecho consagrado en nuestra Constitución, pero no es licencia para organizar ejércitos secretos. La justicia tiene la obligación de investigar a fondo quiénes instruyeron, financiaron y dirigieron a los integrantes de “Jahzer” y si existen otros grupos semejantes en distintos puntos del país. Lo ocurrido en Vista Hermosa bien podría ser solo la punta de un iceberg.
La responsabilidad también recae en La Luz del Mundo. Una organización de su tamaño y alcance no puede alegar desconocimiento. Los deslindes ambiguos no bastan. O se condena con firmeza la existencia de estas guardias clandestinas, o se termina convalidando de manera implícita. Si su propósito es evangelizar, debería ser la primera interesada en eliminar cualquier sombra que la asemeje a un ejército privado.
Este caso obliga a revisar el rol de los liderazgos religiosos en la vida pública. Su influencia sobre los fieles es incuestionable y puede orientarse hacia la solidaridad y el respeto al prójimo, o hacia la manipulación y el fanatismo. Lo que está en juego trasciende el episodio de “Jahzer”: se trata de definir qué lugar ocupa la fe en la construcción del tejido social y democrático de México.
El verdadero peligro es que muchos de los seguidores creen sinceramente que su misión es divina y en ese terreno los argumentos legales se vuelven insuficientes. La única manera de evitar que estas convicciones desemboquen en violencia es a través de una acción firme del Estado, acompañada de un debate social que marque límites claros a las estructuras religiosas. La democracia no puede tolerar cuerpos armados disfrazados de guardianes de la fe.
La detención de estos 38 fieles no debe archivarse como un caso más en la agenda judicial. Es un espejo incómodo que revela la fragilidad del Estado frente a poderes paralelos. También es un recordatorio de que la religión, cuando se manipula, puede transformarse en un mecanismo de control social capaz de justificar lo injustificable.
El desenlace de este caso marcará un precedente. La justicia deberá demostrar que puede actuar con rigor, la congregación tendrá que asumir responsabilidades y la sociedad está obligada a cuestionar con valentía los excesos de estructuras religiosas que construyen feudos cerrados al margen de la ley. Lo que no podemos permitir es la indiferencia, porque detrás de cada guardia secreta como “Jahzer” puede estar incubándose la semilla de actos de violencia que mañana lamentaremos demasiado tarde.
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