Lo ocurrido el pasado sábado en Londres debería encender alarmas más allá de las fronteras británicas. Miles de manifestantes convocados bajo el lema de “Unir el Reino”, marcharon por calles del sur de la capital portando banderas y consignas que, lejos de fomentar la unidad, exaltan la división. La movilización encabezada por Tommy Robinson —figura central de la extrema derecha— no representa un ejercicio de pluralidad democrática, sino un retroceso hacia la intolerancia y el rechazo a la diversidad que durante siglos ha definido a la sociedad británica.
Las escenas fueron elocuentes: banderas nacionales ondeando junto a la cruz de San Jorge, símbolo de un nacionalismo excluyente, se combinaron con pancartas que exigen frenar la llegada de migrantes que cruzan en frágiles embarcaciones el Canal de la Mancha. Este episodio no puede verse como un hecho aislado, sino como parte de un fenómeno global: la normalización de la xenofobia disfrazada de patriotismo, el avance del populismo de extrema derecha y la erosión progresiva de los valores democráticos.
Robinson —nombre público de Stephen Yaxley-Lennon— lleva años posicionándose como referente del extremismo británico. Fundó la English Defence League, organización con un fuerte componente islamófobo y antimigrante, y desde ahí ha construido un discurso simplista: los migrantes serían, –según su narrativa–, responsables de la inseguridad, la pérdida de empleos y la supuesta decadencia de la identidad nacional. Un relato tan seductor para algunos, como peligroso para todos.
Este libreto no es exclusivo de Inglaterra. En Estados Unidos, Donald Trump sigue recurriendo a la demonización de los latinoamericanos; en Francia, Marine Le Pen insiste en presentar a los refugiados como amenaza; en Italia, Matteo Salvini capitaliza el rechazo a abrir puertos a quienes huyen del hambre o de la guerra. Londres, símbolo histórico de cosmopolitismo, también se ve arrastrada por el magnetismo del discurso excluyente.
Lo más alarmante es que se invisibilizan las razones de quienes buscan refugio. Los migrantes que se lanzan al mar lo hacen porque no tienen otra alternativa: escapan de la violencia, de la miseria o de regímenes autoritarios. El Reino Unido, que por historia y compromisos internacionales debería encabezar la defensa de los derechos humanos, parece invertir los valores: los vulnerables son criminalizados, mientras que quienes enarbolan proclamas de odio reciben escaparates mediáticos y respaldo político.
El miedo, una vez más, actúa como combustible. La incertidumbre económica tras el Brexit, las secuelas de la pandemia y la percepción de inseguridad social ofrecen terreno fértil para líderes que prometen soluciones fáciles. Pero esas salidas suelen reducirse a cerrar fronteras y culpar al diferente.
Existe aquí una ironía difícil de pasar por alto: buena parte de la prosperidad británica se forjó gracias a la explotación colonial. Millones de personas de India, Pakistán, Nigeria, Jamaica o Bangladesh han aportado y siguen aportando al desarrollo de la nación. Ciudades como Londres, Manchester o Birmingham son impensables sin esa diversidad cultural. Sin embargo, persiste una corriente política que insiste en imaginar un Reino Unido homogéneo, encerrado en una identidad ficticia que nunca existió.
El populismo de derecha radical se nutre de esa nostalgia inventada: “recuperemos lo nuestro”, “defendamos la cultura”, “cerremos fronteras”. Mensajes que apelan más al temor que a la razón. Y quienes marchan tras esas banderas parecen ignorar que el Reino Unido sería irreconocible sin los aportes de la migración.
El problema, en realidad, trasciende a Londres. Europa atraviesa una crisis de identidad reflejada en el auge de partidos y movimientos antiinmigrantes en Francia, Alemania, Italia, Hungría y, ahora con fuerza, en el Reino Unido. Si las democracias retroceden ante el extremismo, se abre la puerta a políticas discriminatorias y autoritarias.
El fenómeno también tiene eco en América. En Estados Unidos, la criminalización de migrantes se ha convertido en un eje electoral. En América Latina, aunque somos pueblos marcados por la migración, empiezan a surgir voces que ven en el extranjero un problema más que una oportunidad. La globalización nos ha vuelto interdependientes, pero paradójicamente ha reforzado los nacionalismos más estrechos.
La reacción de las autoridades británicas será determinante. Si se permite que estas manifestaciones se normalicen, el costo histórico será enorme. El desafío consiste en equilibrar la legítima necesidad de una política migratoria clara con la obligación de preservar los derechos humanos. Criminalizar al migrante no soluciona nada: sólo agrava el problema.
Los medios de comunicación y la sociedad civil también tienen un papel central. La cobertura de estas marchas no debe limitarse a reproducir consignas, sino a contextualizar y explicar. De lo contrario, se corre el riesgo de legitimar discursos de odio. A la par, universidades, organizaciones comunitarias, sindicatos y líderes culturales deben contrarrestar esa narrativa con la defensa activa de la diversidad.
La consigna de “Unir el Reino” es, en realidad, una paradoja. La verdadera unidad no surge de excluir ni de dividir, sino de reconocer la pluralidad que define al Reino Unido. Las marchas recientes son un espejo de un mal mayor: la aceptación del extremismo como si fuera una alternativa válida.
La historia es clara: cuando se permite que el odio y la xenofobia definan la política, los desenlaces son desastrosos. El Reino Unido tiene ante sí la oportunidad de marcar otro rumbo. Ojalá prevalezca la conciencia colectiva por encima del miedo, y que “Unir el Reino” signifique, en los hechos, abrazar la diversidad como su mayor fortaleza.
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