En la escenografía inacabable de la política mexicana, donde lo insólito es rutina y lo escandaloso apenas genera asombro, regresa con estrépito el nombre de Enrique Peña Nieto, expresidente y figura aún polarizante de la transición reciente. Esta vez no es por una ceremonia ni por su residencia en España, sino por señalamientos que han encendido las alarmas en más de un frente: un medio de comunicación israelí —el influyente The Marker— ha publicado que Peña Nieto habría recibido hasta 25 millones de dólares a cambio de concesiones de contratos públicos a empresarios israelíes durante su administración.
Los nombres de los presuntos involucrados —Avishai Neriah y Uri Ansbacher— no son desconocidos en los círculos de negocios de Medio Oriente, pero lo que realmente sacude a la opinión pública mexicana es el retorno de la narrativa del soborno, el tráfico de influencias y la corrupción de cuello blanco vinculada directamente con el más alto nivel del poder ejecutivo. Una historia que, aunque contada mil veces, nunca parece tener epílogo claro.
El expresidente ha respondido con la habitual fórmula del desmentido escueto, calificando la información como “totalmente falsa”, sin mayores elementos ni disposición manifiesta a enfrentar la acusación en un plano más formal o jurídico. Su actitud recuerda al estilo que marcó su sexenio: evasiva, hermética y carente de autocrítica. Peña Nieto, aunque ya alejado físicamente de México, sigue habitando el imaginario de una ciudadanía que no olvida su paso por Los Pinos ni los pendientes de justicia que arrastra.
Ahora bien, es necesario poner en su justa dimensión lo que significa esta denuncia. El reportaje de The Marker, por más prestigio que tenga el medio, aún no presenta pruebas documentales irrefutables. No hay grabaciones, estados de cuenta, transferencias bancarias o testimonios que sostengan jurídicamente una imputación formal. Pero eso no desactiva su potencia simbólica ni le resta el deber al Estado mexicano de indagar. Es justamente en la ambigüedad donde florecen las simulaciones, y nuestro país ya no está para ambigüedades que alimentan la impunidad.
La Fiscalía General de la República (FGR), encabezada todavía por un fiscal que ha sido duramente cuestionado por su cercanía al poder y su pasividad selectiva, tiene en sus manos una oportunidad valiosa —quizá la última en este sexenio— de recobrar algo de credibilidad. No se trata de cazar brujas ni de montar un show para calmar ánimos, sino de ejercer su función con rigor técnico, coordinación internacional y responsabilidad institucional. Lo mínimo sería requerir de forma oficial a las autoridades israelíes la información que sustenta el señalamiento y, de existir elementos sólidos, iniciar una investigación formal sin sesgo ni dilación.
Este episodio no puede ser leído al margen del complejo entorno geopolítico que vive México. Las relaciones con Israel se han tensado, en parte por la postura crítica del gobierno mexicano hacia el accionar israelí en Gaza y por la constante fricción diplomática en foros multilaterales. No falta quien interprete esta filtración como un gesto de presión o como una respuesta indirecta. Sin embargo, esa hipótesis no exime al Estado mexicano de su deber: esclarecer los hechos es una necesidad legal, moral y política, independientemente de los contextos internacionales.
Lo más preocupante de todo es que este nuevo escándalo se suma a una larga lista de agravios sin respuesta. La “Casa Blanca” de Angélica Rivera, los desvíos multimillonarios en Sedesol y Sedatu bajo el mando de Rosario Robles, la corrupción en Pemex revelada con el caso Odebrecht, y la trama de favores y dinero en efectivo que envolvió a Emilio Lozoya, son apenas algunos de los capítulos que han quedado abiertos —cuando no enterrados— durante los últimos años. Si algo ha faltado en México es voluntad para procesar, sin excepciones, a quienes han detentado el poder supremo.
Mientras tanto, el país vive una coyuntura política delicada. A unos meses del arranque de la nueva administración federal encabezada por Claudia Sheinbaum, y con la transición en curso bajo el escrutinio de aliados y detractores, este tipo de casos podrían convertirse en bombas de tiempo si no se abordan con transparencia y legalidad. La nueva mandataria ha prometido continuar el combate a la corrupción, pero hasta ahora se ha mostrado cauta —cuando no silenciosa— respecto al pasado priista. ¿Será este el momento en que demuestre autonomía política frente a su antecesor, Andrés Manuel López Obrador, quien tantas veces evitó tocar a Peña Nieto incluso en los peores escándalos?
No se trata de condenar mediáticamente, pero tampoco de permitir que las figuras de alto rango queden blindadas por el simple paso del tiempo o por los arreglos cupulares que en México suelen disfrazarse de estabilidad. La impunidad, cuando se institucionaliza, es más destructiva que cualquier crisis económica o de seguridad. El país necesita saber si Peña Nieto fue parte de una red internacional de sobornos o si se trata, como él afirma, de una fabricación mediática. Pero saberlo con evidencia, con pruebas, con conclusiones institucionales que permitan cerrar —o abrir— procesos de manera transparente.
En el fondo, más allá de lo que hizo o no hizo Enrique Peña Nieto, está en juego el alma de la justicia mexicana. Si este nuevo capítulo se convierte en otro expediente olvidado, confirmaremos que en México existe un fuero de facto para los expresidentes. Si por el contrario se actúa conforme a derecho, se enviará una señal de que el cambio de régimen no fue solo retórica electoral.
La sociedad mexicana merece mucho más que el espectáculo cíclico de la denuncia sin consecuencias. Merece justicia, y esa justicia solo será posible si se ejerce con valentía y sin distinciones. El reto está planteado: demostrar que en este país, incluso el expresidente más poderoso puede ser investigado como cualquier otro ciudadano.
La verdad, aunque incómoda, siempre será preferible a la incertidumbre que alimenta la desconfianza. México no puede seguir siendo tierra fértil para la simulación. Es hora de romper con la tradición del olvido conveniente.