La política, sobre todo cuando se ejerce desde la cúspide del poder, requiere no sólo de fuerza sino de mesura, de visión estratégica, de respeto a las formas y a los contrapesos institucionales. Esa lección parece no haberla aprendido del todo Donald Trump, quien en su segundo mandato como presidente de los Estados Unidos continúa en su cruzada por redefinir el comercio internacional según sus propios términos. Sin embargo, un reciente fallo judicial ha puesto un freno tajante a esa intención: un tribunal federal ha determinado que el presidente no tiene facultades absolutas para imponer aranceles, y le ha prohibido implementar medidas comerciales sin la autorización expresa del Congreso.

Este pronunciamiento no sólo representa un duro revés legal para Trump, sino también un precedente crucial en la defensa del Estado de derecho y de los equilibrios institucionales en la democracia más influyente del planeta. Es, además, una advertencia clara: ni siquiera el inquilino de la Casa Blanca puede actuar al margen del marco constitucional cuando se trata de políticas que afectan el bienestar económico de millones, dentro y fuera de sus fronteras.

El fallo judicial se refiere a la interpretación abusiva que el presidente ha hecho de la Sección 232 del Trade Expansion Act de 1962, norma que autoriza la imposición de aranceles en casos que comprometan la seguridad nacional. Bajo ese pretexto, Trump ha venido dictando medidas proteccionistas con motivaciones más políticas que estratégicas, buscando presionar a países aliados —entre ellos México— con tarifas unilaterales disfrazadas de acciones defensivas.

La resolución judicial aclara que dicha disposición no puede usarse como una patente de corso para imponer tarifas a diestra y siniestra, sin la participación del Congreso ni la debida sustentación técnica. El tribunal señaló que tales decisiones, por su impacto estructural en la economía y en las relaciones internacionales, deben ser sometidas al debido escrutinio institucional. En otras palabras, le recordó al presidente que gobernar no es mandar caprichosamente, sino respetar las reglas del juego democrático.

Este episodio es relevante por varias razones. En primer lugar, por el momento político que atraviesan los Estados Unidos. En su segundo mandato, Trump ha consolidado una narrativa centrada en el nacionalismo económico, el proteccionismo comercial y el discurso de confrontación con sus principales socios. Su idea de que América debe recuperar su grandeza pasa, según él, por desmantelar acuerdos multilaterales, renegociar pactos que considera desventajosos y ejercer presión directa sobre naciones que no se alinean a sus intereses. Este enfoque no sólo ha tensado las relaciones internacionales, sino que ha generado incertidumbre en los mercados y ha minado la credibilidad de Estados Unidos como socio comercial confiable.

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Desde la perspectiva mexicana, el fallo judicial es una noticia que se recibe con esperanza, pero también con cautela. México ha sido uno de los países más afectados por las decisiones arancelarias de Trump, quien no ha dudado en utilizar las tarifas como instrumento de chantaje político, incluso en temas que poco o nada tienen que ver con el comercio, como la migración o la seguridad fronteriza. Recordemos que en su primer mandato, el entonces presidente Trump amenazó con imponer aranceles progresivos a todas las importaciones mexicanas si nuestro país no detenía el flujo migratorio hacia el norte. Hoy, en su segundo mandato, las amenazas persisten y el estilo confrontativo sigue siendo el mismo.

El fallo del tribunal, por tanto, ofrece un respiro momentáneo, pero no una solución estructural. Dependerá ahora del Congreso estadounidense asumir su papel con firmeza, y del propio sistema judicial mantenerse vigilante frente a cualquier intento de desbordamiento presidencial. Para México, en tanto, la lección es clara: debemos fortalecer nuestra autonomía económica, diversificar mercados, reducir la dependencia comercial de nuestro vecino del norte y diseñar mecanismos internos de defensa ante medidas unilaterales que puedan reaparecer bajo nuevos pretextos.

Más allá del caso concreto, lo que está en juego es el modelo de gobernanza que debe prevalecer en las democracias contemporáneas. La tentación de concentrar el poder, de saltarse procedimientos y de gobernar por decreto no es exclusiva de una nación ni de un dirigente. Es una tendencia peligrosa que se asoma en distintos rincones del mundo, alimentada por el hartazgo social, por el discurso del miedo y por el deseo de soluciones rápidas ante problemas complejos. El freno judicial a Trump, en ese sentido, es también un mensaje a otros gobiernos y a otras sociedades: sin leyes claras y sin instituciones fuertes, la democracia se vuelve un cascarón vacío.

Lo que sorprende —o no, si uno ya está familiarizado con el estilo Trump— es la reacción del propio presidente, quien lejos de acatar el fallo con serenidad institucional, ha redoblado su discurso de ataque contra el poder judicial, acusando a los jueces de sabotear su agenda y de ceder ante presiones de grupos económicos globalistas. Es un guion ya conocido, que Trump domina con habilidad: cuando la realidad lo confronta, la culpa siempre es de los demás.

Sin embargo, lo que está ocurriendo es más profundo que una simple riña entre poderes. Se trata de una lucha por definir los límites del poder presidencial en una era de polarización. Se trata de determinar si las instituciones democráticas pueden resistir la embestida de liderazgos autoritarios, aunque provengan de urnas legítimas. Y se trata, en el fondo, de proteger los derechos de millones de personas cuyas vidas y trabajos dependen de un comercio internacional justo, predecible y basado en reglas claras.

En suma, el reciente fallo judicial no es sólo una derrota para Trump, sino una victoria para la institucionalidad, para el equilibrio de poderes y para todos aquellos que creen en una economía global abierta, equitativa y respetuosa de los marcos legales. Es, también, una llamada de atención para México y para América Latina: no basta con denunciar el autoritarismo ajeno; es preciso blindar nuestras democracias desde dentro, fortalecer nuestras instituciones y cultivar una cultura política donde la ley no sea letra muerta, sino brújula constante.

Porque si algo ha quedado claro en esta nueva era de Donald Trump, es que la democracia no se defiende sola. Hay que ejercerla, cuidarla y, cuando sea necesario, defenderla en los tribunales.

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